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Bolívar. Supremo. Malandro

Actualizado: 25 oct 2020

En junio del 2016 estuve un mes en Venezuela después de emigrar el año anterior.


Nací allí, viví en su capital durante dos décadas y, a través del periodismo, la edición, la literatura y la concepción de eventos musicales y artísticos, había logrado sentirme como un activador consciente de sus espacios culturales, callejeros y nocturnos. Hasta que me harté y me fui, seguro de que en el extranjero conseguiría algo mejor, placeres que tuve y se habían desvanecido.


Volvía ahora a Caracas para recorrer sus barriadas populares y hacer una serie de apuntes y entrevistas al margen de su compleja y agitada coyuntura político partidista. Escribiría una crónica sobre la violencia urbana que, finalmente, sería publicada en un libro en Ecuador, un medio de comunicación en Colombia, otro en Venezuela y otro en Estados Unidos.


Regresé nuevamente en noviembre por un par de semanas. Luego, dos veces más, a finales del 2018 e inicios del 2019. Cada visita representó para mí la constatación de un colapso, de una fractura social, de una pulverización de los códigos de convivencia. El encierro, el esfuerzo o el cansancio como dinámicas cotidianas.


En mi segundo regreso de ese año llegué al país por el aeropuerto de Valencia, a unas tres horas de la capital. En algún momento del trayecto en carro le dije al señor que me llevaba:


—No hay ni un bombillito en este túnel.


Y él me respondió, entre canchero, resignado y coloquial:


—No, mijo, usted no ha visto llaga.


La sobrevivencia, entre chistes y quejas, entre escapes esporádicos y denuncias, entre despedidas y acusaciones, entre la histeria y la paciencia, se ha convertido en el pan diario de los venezolanos, que a favor o en contra del gobierno chavista, hoy una dictadura populista con todos sus pelos, deben resistir una descomposición palpable de muchas de sus formas de vida.


En mi visita más reciente, enero del 2019, el estado de los servicios públicos de transporte, salud, agua y electricidad era paupérrimo, francamente deplorable. El que fuera un país rico con una capital cosmopolita se transformó en un adefesio donde la gente se encierra con miedo. Los habitantes de esta Caracas del siglo veintiuno tienen padecimientos similares a los del llano más profundo o el páramo más distante durante el siglo diecinueve.


Viviendo en el extranjero muchas veces me preguntan: «¿Y qué es lo que está pasando en tu país?». Me avergüenza contestar con un suspiro y un silencio, pero por lo general escojo eso, más una mueca, para evitar la frase rápida e insustancial, para evitar la caricatura. Contar una ciudad nunca es simple. Mucho menos un país.


Lo que sigue es el intento de otorgarle cierto sentido a ese suspiro, a ese silencio y a esa mueca, a partir de estos últimos tres viajes y un sin fin de conversaciones. Marcar un punto de quiebre para tratar de analizar una crisis compleja. ¿Qué se dañó? ¿Cómo se partió? ¿Cuándo se fracturó y por qué?


Más que un retrato definitivo, es un mosaico hecho con retazos que ayudan a entender lo que ocurre en la actualidad del que fuera visto como uno de los países más progresistas y prósperos del continente hace cincuenta años, con todas sus deficiencias e injusticias; y de la que fuera una especie de capital modelo, con sus vacíos, indolencias y contrastes, pero pilar del modernismo y anfitriona destacada de un carrusel de personalidades ilustres.


Un collage de las múltiples fisuras y traumas que padece la sociedad venezolana al día de hoy, producto del crimen, de una brutal devaluación de su moneda, de la inflación más elevada entre todos los países del planeta, de una corrupción escandalosa y extendida entre civiles y militares, de un modelo de gestión abiertamente clientelar y burocrático incrustado en el chavismo, y de la segregación política impulsada desde el poder, con un apoyo claro e irrestricto de sus Fuerzas Armadas.



1. BOLÍVAR


Junio del 2016. Al sobrevolar el mar Caribe antes del aterrizaje veo pequeñas casas y edificios sobre una cuesta no tan alta. La Guaira desde el avión con sus viviendas sociales que muerden orillas; la vida salpicada de salitre. El sol con su esplendor. Desde esta altura es una bonita postal. Típica. En cierta forma, encantadora. He visto esta misma imagen muchas veces antes de aterrizar en mi país, pero en esta ocasión me pregunto si la pobreza es en realidad un sinónimo de la insuficiencia o si es posible camuflar la desidia detrás de la naturaleza y la alegría. ¿O será al revés? ¿No es la alegría la que se disfraza con harapos?


Me pregunto, directamente, si la gente que vive allá abajo, casi a orillas del mar que brilla, en esas viviendas precarias, será partidaria de la dictadura o si la adversa. Cuando se reflexiona en torno a la Venezuela actual resulta casi imposible no pensar en el chavismo, primero como movimiento político y después como mafia que suma más de veinte años seguidos en el poder.


¿Puede una excusa apresurada, lo que para mí significan ese montoncito de casas y edificios, convertirse en asistencia oficial? ¿Con eso basta? ¿Qué son o cómo se definen en Caracas y en Venezuela la nobleza y la dignidad?


Responder esto es como precisar, a simple vista, de qué tamaño son todas esas olas que rompen a solo un kilómetro del principal aeropuerto internacional del país, ubicado en Maiquetía, estado Vargas. Los cerros de la zona forman una cordillera que separan a la capital de estas playas, donde reinan un calor ilimitado, la bruma y la humedad: el Caribe bendito.


Vista aérea del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar, en Maiquetía


El aeropuerto se llama como el Libertador, Simón Bolívar. En este país hay varias avenidas y municipios con ese apellido, el más famoso de todos. Hay una plaza Bolívar en casi todas las ciudades principales. La capital de un estado del suroriente se llama igual; allí nací yo. Y desde 1999, cuando se aprueba una nueva constitución, el país se llama República Bolivariana de Venezuela. Quien impulsa ese cambio de nombre es el militar Hugo Chávez, líder de un proyecto hegemónico y totalitario, hoy presidente fallecido y creador de la autodenominada revolución bolivariana.


Durante años el chavismo ha instalado gigantografías a modo de murales en el aeropuerto internacional de Maiquetía para que lo primero que se vea dentro de la instalación, la bienvenida bajo el aire acondicionado que a veces se daña, sea el rostro de Chávez junto a alguna frase de Bolívar.


Hay que aclarar que de todas las cosas llamadas Bolívar: avenidas, municipios, plazas, incluso la ciudad, la República y su revolución política y social, pocas están más golpeadas que la moneda. Eso atraviesa y determina, actualmente, el modo de vida de los venezolanos.


Es apenas en el 2008 cuando el gobierno chavista le elimina tres ceros a la moneda para disfrazar una devaluación. De esa forma, lo que costaba un millón comienza a costar mil. Lo que costaba mil, solamente un bolívar.


Entonces se llamaba bolívar, la moneda, y se rebautizó como «bolívar fuerte».


Sin embargo, más de una década después el gobierno de Maduro no tiene otra alternativa que ceder ante la inflación más alta del mundo y decide cambiar una vez más el cono monetario. En enero del 2017 el billete de mayor denominación pasa de cien a veinte mil: es la constatación más palpable del fracaso financiero de su populismo.


El bolívar era y sigue siendo débil.


El colapso se acelera a partir del año 2013, cuando la muerte de Chávez coincide con una fortísima caída de los precios petroleros en el mundo. Esto desnuda las enormes fragilidades de sus controversiales políticas macroeconómicas y financieras, caracterizadas por cinco elementos:


1) Subsidios

2) Controles de cambio

3) Controles de precios a productos de la cesta básica

4) Expropiaciones

5) Una guerra declarada a la empresa privada

Lo anterior incentivó la creación de mafias en los intestinos de las instituciones financieras del Estado; aumentó la corrupción en aduanas, puertos y aeropuertos, controlados por los militares de la llamada revolución bolivariana. Y disparó el contrabando por las fronteras que ellos mismos custodian.


Desde hace años es inapelable: la inflación en Venezuela “se comió” al bolívar. El alto costo de la vida y el desabastecimiento de alimentos y medicinas son los problemas que más afectan a sus habitantes.


En diciembre del 2016 Maduro toma una medida polémica: anuncia oficialmente que sacará de circulación el billete de cien bolívares, lo que quiere decir que debe recoger seis mil millones de billetes en apenas 72 horas. Una locura.


Producto de la desesperación de los ciudadanos, que temen perder buena parte de sus malogrados ahorros, se originan protestas y disturbios en varias ciudades del país, en especial —la coincidencia de nombres es gratuita— en Ciudad Bolívar, la capital del estado Bolívar.


Este mal chiste tuvo un final trágico: 353 negocios fueron destrozados y hubo al menos cinco muertos producto de las revueltas. También saqueos espontáneos coordinados por vecinos. Algunos dueños permitieron que los robaran a cambio de que no les destrozaran sus negocios. Motorizados y hombres camuflados en camionetas, todos armados, amenazaron y se llevaron lo que quisieron. Periodistas locales, como Albor Rodríguez, contaron en caliente que «llegaban con mandarrias para abrir boquetes en las paredes y herramientas para romper rejas y candados de máxima seguridad. Se abrían paso e invitaban a quienes estuvieran en los alrededores para que entraran a cargar lo que encontraran. Arrasaban y luego iban a otro negocio más adelante... La policía estadal fue intervenida después de estos sucesos porque algunos de sus funcionarios participaron en los saqueos. Hay identificados al menos cien policías involucrados en actividades irregulares de vieja data».


Lo peor fue que el cuestionado billete de cien bolívares siguió circulando durante más de un año. En Venezuela, donde impera la cultura de la gracia y la levedad, se instaló entonces un nuevo chiste, las personas en las calles repetían que ese billete se despedía más que Ilan Chester, en relación a un músico local que efectuó varios conciertos de despedida.


No fue sino hasta agosto del 2018 cuando la cúpula de Maduro decidió hacer oficial lo evidente: una nueva devaluación. Esta vez le quitaron cinco ceros al cono monetario. Ya no se llama «bolívar fuerte» sino «bolívar soberano». Para redondear, porque son pocos los buenos trasteando con números, el valor real de un bolívar soberano son unos 2.000.000.000 de bolívares del 2007.


Sume, multiplique, saque la cuenta.


No es de extrañar que con tantas modificaciones del valor de la moneda, al primer trimestre del 2019 existan hasta siete billetes con el rostro de Simón Bolívar. De un primer modelo, con el Libertador mirando de frente y un poco hacia la izquierda, hay uno marrón de cien, uno rojo de veinte mil y uno mostaza de cien mil. Del segundo modelo, con el Libertador mirando a la derecha, hay uno marrón de quinientos, uno azul de diez mil, uno verde de veinte mil y uno naranja de cincuenta mil. El carnaval bolivariano en manos de la gente.


Esta tragicomedia financiera tuvo un final tan predecible como mercantil: en la actualidad, año 2019, año 2020 —y probablemente los años que les siguen— quien domina las transacciones en las calles es el dólar americano, el mayor enemigo del discurso chavista.


Cono monetario venezolano. Junio 2019



2. SUPREMO


Para la fecha de mi primer regreso, en junio del 2016, la realidad con el uso de la moneda es una verdadera barbaridad transaccional. Los bolívares valen tan poco que no alcanzan y por eso se acumulan montones y montones de billetes. En fajos y pacas con los que se pagan menudencias. Muchos billetes en bolsillos que se ven siempre abultados. Lluvias de billetes dentro de las guanteras de los carros, de carteras femeninas, de morrales y hasta de bolsas negras a la salida de los bancos.


En un país donde más del 30% de los mayores de edad no tiene una cuenta bancaria, llevar dinero encima ha resultado inmanejable. Las monedas con la efigie del Libertador han desaparecido porque nadie las usa. A estas alturas son un absurdo. Con el billete más alto te puedes comprar unos caramelos. Dentro de dos o tres semanas, esos pocos caramelos valdrán el doble. No es una suposición: es un hecho.


A mediados de 2016, para tomar un taxi desde el aeropuerto hasta Caracas hay que pagar el equivalente a casi la mitad del salario mínimo, en este caso ochenta billetes de la más alta denominación. ¡Ochenta papeles para un solo viaje en taxi!


Para usar los cajeros automáticos dentro del aeropuerto, la fila esta mañana es de quince personas. Hay tres máquinas, pero solo funcionan dos. En todas las ciudades los cajeros fuera de servicio son una constante.

Para obtener ese dinero, ochenta billetes de la más alta denominación, hay que retirar hasta cuatro veces el monto máximo permitido. Es lógico: tantos billetes no caben por la ranura de la máquina.


Por eso cada usuario tarda hasta veinte minutos en sus operaciones. Una hora en la fila para pagar un taxi. Y llegan cada vez más personas.


En Venezuela las filas se han hecho cada vez más comunes y eso ha cambiado la relación con el tiempo. El rasgo fijo de sus habitantes es la espera, aunque también existe una resignación profunda.


—Hay harina en El Supremo, güevón. Hoy me toca —le dice un chico a otro delante de mí en la fila para usar el cajero. Se refiere a que ese día podrá ir a comprar harina de maíz precocida, con la que se preparan arepas y empanadas, el desayuno típico local.


El Supremo es un abasto de la zona y a él, ese desconocido delante de mí, «le toca» porque el último número de su cédula así lo determina.


Hay que explicar: el gobierno chavista impuso precios fijos, a los que llama «justos», para la venta de productos de la cesta básica alimentaria, como leche, café, azúcar, harina, margarina, aceite, arroz, pasta, pañales, toallas sanitarias, papel higiénico...


Estos productos tienen un precio de venta al público muchas veces por debajo del costo de producción, y alrededor de ellos se tejió una red que involucra a contrabandistas, distribuidores, empleados y directivos de los comercios, y también a los militares y policías que custodian los establecimientos.


¿Qué hacen? Compran los productos, los acaparan y después los revenden por vías informales. A ellos les llaman «bachaqueros».


En Venezuela, entre el 2013 y el 2018, no hay hogar en el que no se haya mencionado esa palabra. No hay día en el que no se haya mencionado esa palabra. No hay medio de comunicación en el que no se haya mencionado esa palabra. No hay alto funcionario del gobierno que no haya mencionado esa palabra. Aunque nueva, la palabra «bachaquero» es hoy un término tan acuñado como el apellido de Simón, el Libertador.


Y en eso se le va la vida a muchos habitantes: no es una concesión literaria, es un hecho irrebatible, millones de personas en Venezuela se acostumbraron a hacer largas filas todos los días. Para surtir el combustible, para hacer un trámite legal, para comprar un producto... Y el que no hace fila, le compra por fuera a los «bachaqueros». No es capitalismo salvaje, es más nocivo: se trafica hasta con el tiempo.


Como la producción nacional en este país es insuficiente para abastecer la demanda interna y han descendido las importaciones, esos productos: leche, café, azúcar, harina, margarina, aceite, arroz, pasta, pañales, toallas sanitarias, papel higiénico... se acaban muy rápido. Su existencia, en muchos casos, se ha convertido en una especie de mito, en una necesidad rabiosa, en un recuerdo nostálgico.


Si la inflación en Venezuela es alarmante, el desabastecimiento es dramático. Lo mismo ocurre con una serie de medicamentos, como analgésicos y antibióticos. Muchas veces, enfermarse es enfermarse dos veces. La dotación de los hospitales públicos es paupérrima. La gente se muere y los médicos sufren porque falta casi todo.


Para el gobierno chavista, que controla la entrega de dólares a las empresas privadas y domina la red de distribución, se trata de una guerra económica impulsada por el sector empresarial y apoyada por intereses foráneos, con Estados Unidos a la cabeza.


En este país existió durante más de una década un control cambiario que castigó legalmente la compra o venta de moneda extranjera fuera de centros autorizados por el Estado. Sin embargo, es común que la gente acudiera al mercado negro para cambiar dólares.


Durante mi primer regreso en el 2016, fue uno de los trabajadores del Banco Central de Venezuela quien me cambió cien dólares al precio que dictaba la calle. Y lo hizo en su oficina: el área de cambio oficial. Vaya ironía. Lo que me comentó este trabajador fue tan revelador como lapidario:


—Mire, mi pana, el mayor beneficio que le brinda hoy el Banco Central a sus trabajadores es el servicio del comedor. Antes la gente no comía aquí porque decía que la comida era mala o grasosa. Ese comedor vivía medio vacío, ahora hacen colas larguísimas para conseguir puestos. Yo he visto gente que desayuna hasta dos veces, hay quienes guardan una parte para llevárselas a sus casas. Una persona que desayune y almuerce en este comedor se ahorra más de lo que gana con su salario. La mayoría de venezolanos nos gastamos todo en alimentos. Bueno, al que le alcanza.


El hambre y la falta de recursos fueron dos de las múltiples razones que impulsaron a más de 4.6 millones de venezolanos a dejar su país en los últimos cinco años, según cifras que manejan la ONU y la OIM. Para ACNUR, ha habido un aumento de 8.000 % en el número de venezolanos que solicitaron la condición de refugiado en todo el mundo desde 2014, principalmente en las Américas. Solo entre 2015 y 2017, la migración de venezolanos se incrementó en 132%, y en el caso de los que se mueven en Suramérica el aumento fue de 895%. Los países adonde más emigran son Colombia, Perú, Ecuador, Chile, Brasil y Argentina. También van más al norte: Estados Unidos, Panamá, México y Trinidad y Tobago. Entre los pequeños países del Caribe destaca Aruba como receptor: hoy en día, los venezolanos representan el 13% de su población total. La diáspora es tan innegable como sus razones.


Recuerdo que cuando regresé por segunda vez, en noviembre del 2016, vi filas de veinte o treinta personas para entrar a un banco. Filas de cuarenta o cincuenta personas para usar un cajero automático en un centro comercial. Filas de sesenta o setenta personas para comprar productos regulados en un supermercado.


La economía doméstica de Venezuela puede resultar incomprensible para cualquier extranjero. En la actualidad, la dictadura chavista ha impuesto un precario sistema de distribución de alimentos subsidiados a través de unas cajas y bolsas llamadas CLAP, que han sido focos de nuevos actos de corrupción. Sin los nutrientes suficientes, la dictadura consiguió una manera de hacer negocios a través de importaciones realizadas por el mismo Estado para paliar un poco el malestar generalizado por las enormes filas para comprar en comercios privados. Gracias a este sistema, además, procura controlar socialmente a los habitantes de sectores populares, a los que ha empobrecido.


Durante el primer trimestre del 2019, Maduro liberó de facto la comercialización de alimentos. Como consecuencia fue desapareciendo el mercado negro y se llenaron poco a poco los estantes de los supermercados. Volvía a haber productos disponibles, pero con montos prohibitivos: es un país con salarios del Congo y precios de Inglaterra. Lo dicho: la economía se ha dolarizado. Lo que hasta hace poco era literalmente un crimen se ha vuelto moneda corriente: los comercios aceptan dólares y euros. Igual lo hace un restaurante en un centro comercial, un vendedor informal, el dependiente de un aeropuerto o el que cuida carros en la calle.


Pero entre el 2013 y el 2018, en muchas ocasiones, luego de un amargo plantón de tres, cinco u ocho horas en tiendas y supermercados, muchos se marchaban con las manos vacías, pues los productos regulados se agotaban antes de que les tocara comprar a ellos. Gracias al boca a boca, a la costumbre diaria de levantarse de madrugada para ir a hacer fila y a la misma red de bachaqueros, se corrían voces y mensajes telefónicos en cadena sobre los productos que llegaban a determinados comercios.


Entonces:


—Hay harina en el Supremo, güevón —es lo que le había dicho un amigo al otro antes de usar el cajero automático.


«El supremo». Esa es otra coincidencia que resulta curiosa: cuando murió Hugo Chávez, los líderes de su movimiento decidieron llamarlo «comandane supremo».


Güevón, en cambio, es una muletilla extendida entre los jóvenes venezolanos, que se dice por costumbre, al vuelo, como si nada. Una palabra que ha perdido su significado ofensivo de tanto repetirse. Equivale a lo mismo que decir pana, panita, pana mío, chamo, amigo, hermano, mano, convive, llave, mi gente, marico, lacra.


—Güevón —le dijo—. Hoy me toca.


Esa última parte de la frase es la más importante. Hoy le toca. Ese chico podrá comprar hoy ese producto. No otro día de la semana, solamente hoy.


Güevón.


Automercado Supremo con fila de personas para comprar productos regulados



3. MALANDRO


En la autopista que comunica el aeropuerto con la capital, en medio de las quejas habituales del taxista que me transporta, veo a un policía en su moto de alta cilindrada. No lleva casco. Por ley, todo motorizado que maneje su vehículo debe usar un casco. En Venezuela es muy común ver que algunos motorizados incumplen esta ley, incluso —o en especial— la Policía.


En Caracas, un valle rodeado de montañas sobre las que han crecido, muchas veces de forma desordenada, edificios, casas y ranchos, con sus escaleras y callejones verticales, las motos son una presencia habitual. El servicio de mototaxis es común a lo largo y ancho de la ciudad, tanto así que el gremio de mototaxistas, por lo general organizado en cooperativas, es uno de los más extendidos y de mayor crecimiento en la última década.


Donde el carro es un retraso casi asegurado, el vértigo horizontal de la moto puede ser una urgencia fija. ¿Quieres llegar a tiempo? Usa un mototaxi. Yo estoy usando uno. De hecho, aunque ya no vivo en Venezuela, conservo varios números telefónicos de mototaxistas. El que me ha venido a buscar esta mañana bosteza mientras conduce. De frente a la resistencia que impone el viento en nuestro movimiento, habla conmigo. Me pongo la mano en la boca para evitar que me salpique con su saliva cuando suelta su relato:


—Pa conseguí comida ahorita es un peo, güevón. Estoy parado desde las cuatro de la mañana porque hoy me toca a mí. En (el supermercado) El Patio que está en Las Mercedes hay alante dos harinas de trigo, dos litros de aceite y dos mantequillas. Y en otro local ahí cerquita, que se llama Open 18, están repartiendo dos kilos de arroz. Ahí dejé a un pana haciendo la colita pa venir a hacerte la carrera.


Este es el día a día de la mayoría, cualquiera que no gane en dólares o que gane menos de veinte salarios mínimos, para comprar alimentos y otros productos de aseo entre la red de bachaqueros o en locales que venden productos importados, pasa por lo mismo.


En la tercera avenida de los Palos Grandes, al este de la ciudad, una urbanización de clase media alta, hay un grupo de mototaxistas riendo, juegan como chicos. Uno de ellos está tumbando mangos de uno de los tantos árboles frutales que hay sembrados en Caracas. Gracias a las bondades de la naturaleza, el mango se ha convertido en un alimento típico en estos tiempos. En las esquinas hay quienes venden a los transeúntes los mangos que han recolectado; esa es otra de las formas que han encontrado los más desfavorecidos para paliar la crisis económica.


Cerca de esos motorizados hay una arepera, que estará definitivamente cerrada en mi tercer regreso a la ciudad, dos años más tarde. Hoy no hay agua mineral, pero sí cervezas.


—¡Epa, mijo, tampoco hay café! —grita uno de los dos camareros que atienden en el sitio.


Son las tres de la tarde. De las 38 mesas solo cuatro están ocupadas, y en dos de ellas hay nada más una persona. Todos, los pocos que estamos, pedimos sopa. Es el plato más económico y cuesta, para la fecha, el equivalente a un cuarto del salario mínimo.


Según el camarero, solo los mediodías y los fines de semana trabajan bien. Hay un hecho que confirma que ha decaído la clientela y que no se vende igual que antes: ya no abren veinticuatro horas al día como lo hicieron durante años hasta hace meses. La inflación, el desabastecimiento y la criminalidad los han obligado a cerrar. Yo estuve en esa misma arepera más de doscientas o quinientas veces mientras viví en Caracas, no recuerdo una sola ocasión en la que no estuviera abarrotada de clientes. Para el comercio todo empeoró.


Comparada con ella misma, Caracas ha perdido vitalidad. Su oferta cultural, comercial, nocturna y gastronómica se ha visto muy reducida. En otros lugares a los que voy a comer también faltan productos. Siempre. Es una constante. Ahora se vive con más miedo. En relación con los años ochenta, noventa y con la primera década de los dos mil, la ciudad se ha vuelto menos amable, más áspera, tiene otros ritmos.


A finales del 2018 volveré para recibir el Año Nuevo con mi familia, y viviré un hecho impensado años atrás. El 30 de diciembre, en un local nocturno en el que solo estábamos otra pareja, mi esposa y yo, nos traerán la cuenta a las ocho de la noche.


—Es por seguridad —dijo la camarera.


El local cerraba a esa hora porque de otra forma no podía sostenerse: los empleados tienen que ir a sus casas y falla el transporte, aumenta el riesgo de robos, tampoco tienen cómo pagar horas extras. Alrededor todo está a oscuras y en silencio. Esa noche, el regreso a casa fue sombrío.


Hace diez, veinte o treinta años, en la capital de Venezuela era posible asistir casi a diario a toques musicales, veladas poéticas, obras de danza, bailantas o parrandas alternativas en locales comerciales que hoy, frente a la inseguridad y la devaluación, escogen cerrar sus puertas. Se esfumó la celebración, se desdibujó la alegría de una madrugada rockera o salsera que llegó a estar plena de opciones.


Yo no solo asistí, sino que fui motor de fiestas y brindis en torno al arte plástico, el diseño, la fotografía, la música y la literatura. Incluso, de festejos más baladíes, más cercanos al entretenimiento y la pura recreación. Eso, hoy en día, en el mejor de los sentidos es una gran novedad o un recuerdo. En el peor, un espejismo. No quedan espacios para vanidades superfluas.


Claro que hay amplitudes, una ciudad es una compleja red de entramados sociales. Aunque Caracas ofrece pocas opciones para la celebración, en urbanizaciones como Altamira o Las Mercedes aún se ven decenas de carros y camionetas aparcados frente a restaurantes y discotecas los viernes o sábados. Eso sí, allí un servicio de whisky puede costar el equivalente a más de cinco o nueve salarios mínimos, y hay quienes los pagan a ojos cerrados mientras bailan la música de moda.


También hay intervalos, inventos, márgenes y encuentros en torno a la creación, más producto del ingenio de grupos o personas que se niegan a vivir en un entorno desprovisto de belleza y alegría: lecturas, obras de teatro, debates, cenas dirigidas. Pero son escasas y suelen contar con poco público. Son los privilegiados.


Si la decadencia en la capital es palpable, en otras ciudades importantes se puede notar aún más. Hay fallas sostenidas en el suministro de servicios públicos, como luz, agua y aseo. Los apagones han redefinido hoy de forma traumática la vida de los venezolanos. También son frecuentes las obras inconclusas.


En mi segunda visita, en noviembre del 2016, le pagué veinticinco dólares al taxista que me trasladó desde Valencia hasta a Caracas. Y de vuelto recibí cincuenta billetes de los más altos, lo que me alcanzaría para pagar un desayuno barato al día siguiente.


—Coño, chico. Es que ni un whiskicito. Uno antes podía comprar y guardar pa otro día. Ahora esto es una ruina —me dice el conductor, de unos setenta años, quien fue chofer desde su juventud hasta que reunió el dinero suficiente durante décadas para comprar dos camiones y convertirse en un pequeño empresario—. Aquí la vaina está muy jodida. Yo tuve que parar los dos camioncitos que tenía porque no se consiguen los repuestos. Y cuando aparecen ya no los puedo pagar, no me alcanza. Además, están los robos en las carreteras. ¿Quién trabaja a pérdida? Nadie.


Por eso ha vuelto a ser chofer. Él vive en Maracay, a una hora del aeropuerto de Valencia y a dos del aeropuerto de Maiquetía. Intenta hacer varios fletes de pasajeros a la semana. Con eso gana lo suficiente para sostenerse, mucho más que el salario promedio de un profesional. Se conoce estas vías de memoria. Mientras rodamos, no para de señalarme las fallas estructurales del gobierno bolivariano.


—Ahí están estos dizque revolucionarios y socialistas. No me jodas. Mira: están como ese tren que iban a hacer. ¡No existe! ¡No hay tren! ¡No lo terminaron! Son unos fantasmas. Se gastaron una millonada, ¿y dónde está? Nada. Se lo robaron. Eso son, unas plagas —comenta furioso.


Unas vigas enormes se levantan a los lados de la Autopista Regional del Centro, oxidadas e imponentes, sobre las que aún, trece años después del inicio de las obras, se construye el Sistema Ferroviario Centro Occidental Simón Bolívar. Los grafitis y las pintas políticas pasan con velocidad desde la ventana, como unas ráfagas que existen para recordar la corrupción y la trampa electoral. Nos miran como el reflejo de eso que se promete en cada campaña: eficiencia, anhelos compartidos, el país que no llega, los vagones del futuro.


«Maduro presidente». «Chávez vota PPT».


No es de extrañar: según el ranking de infraestructura del World Economic Forum del 2018, Venezuela es el penúltimo país de América Latina en materia de competitividad dentro de este sector, ubicándose en el puesto 117 del escalafón global. En todo el continente, apenas supera a Haití.


Sistema ferroviario: una de las tantas obras inconclusas del gobierno chavista en Venezuela



El carro en el que vamos, viejito, destartalado, con vidrios manuales y sin aire acondicionado para mitigar el calor de 35 grados centígrados, había sido robado. Al señor le cobraron una extorsión para devolvérselo, desvalijado. Lo mismo me había pasado a mí en el año 2014.


A finales del 2019, una de mis mejores amigas, que hoy vive en otro país, debió viajar varias a veces a Venezuela y enfrentarse a una compleja maraña burocrática porque funcionarios del gobierno chavista emitieron una orden para ocuparle su apartamento, que había comprado legalmente en bolívares hacía una década. En la actualidad, abogados, fiscales, jueces y policías la han extorsionado con miles de dólares a cambio de devolverle su vivienda. Es un país sin ley, donde los aliados de las armas y el alto mando político hacen y deshacen.


El deterioro de las condiciones de vida en Venezuela es patente. Las clases media y baja, así como las ciudades, han sido castigadas. La cotidianidad se ha visto afectada por múltiples factores. El ciudadano corriente, el que no es un potentado, ha debido sortear golpe tras golpe para adaptarse y seguir resistiendo. Lo noto en todos mis viajes, cada vez con mayor claridad.


En junio del 2016, estando en Los Palos Grandes, veo a una chica que camina junto a otra. Hablan de lo que harán en las próximas horas, de lo que les hace falta. De frente viene un joven que carga una bolsa. En ella lleva dos potes pequeños de fórmula infantil. Ambas le miran la bolsa, escudriñan con su mirada y abren sus ojos con una mezcla de sorpresa y deseo. Una de ellas lo aborda:


—Chamo, disculpa, ¿dónde compraste la leche?


La comida hay que cazarla. No con lanzas, pero sí con astucia, rapidez y sentido de la oportunidad. Lo mismo pasa con los enfermos. Uno de mis tíos, quizás el más chavista de todos, un hombre sencillo y despreocupado, el típico jodedor venezolano, un hombre al que siempre quise mucho, debió atravesar un cáncer terminal que acabó con su vida. En medio de un dolor físico inclemente, la familia directa tuvo que rebuscar por caminos informales para conseguir al menos una parte del tratamiento médico. Lo logró a medias. En la actualidad algunos de sus nietos, otrora militantes del chavismo, han abandonado el país.


Esta mañana de junio del 2016 hay marchas de apoyo y repudio al gobierno. En la estación Chacaíto del metro, el sistema de transporte subterráneo que vive gracias al subsidio gubernamental, una señora comenta:


—¡Mierda! ¿Se volvió a dañar la escalera otra vez? Todos los días la reparan y todos los días se vuelve a joder.


Adentro se escucha por los parlantes internos: «Se le informa a los señores usuarios que por motivos operacionales las estaciones Sabana Grande, Plaza Venezuela y Parque Carabobo no están prestando servicio comercial».


Motivos operacionales: la coalición de partidos opositores al gobierno, para ese entonces llamada Mesa de la Unidad Democrática (MUD), ha convocado a una marcha en las inmediaciones de estas estaciones. Felipe Álvarez, un funcionario de este servicio de transporte masivo, lo corrobora, me informa que se trata de una orden interna para torpedear la movilización de la oposición. Dice que es algo habitual.


—Estos bichos (los del gobierno) hacen lo que sea para joder a la oposición.


En abril del 2017 la dictadura chavista se atreverá a decretar, incluso, el cierre de todas las estaciones, incluyendo los servicios de metrocable y metrobús: prefiere dejar incomunicados a millones de caraqueños por un día con tal de torpedear o tratar de impedir que la oposición abarrote las calles de la capital con una protesta multitudinaria.


Álvarez también confiesa que él, gracias a los contactos que tiene con un militar, llegó a formar parte de una red informal de venta de electrodomésticos. Y además vendió repuestos automotrices que previamente habían sido robados. Ahora consigue cauchos gracias a otro conocido militar. Aunque estos militares son chavistas, él se asume como parte de la oposición.


—Pero —dice— negocio es negocio.


Y si alguien ha entendido eso en este país son los militares, a quienes se les acusa de controlar la mayoría de las mafias.


Felipe Álvarez es, pues, un bachaquero, pero no de alimentos. Es un hombre que tiene sus contactos y sabe aprovecharlos para su beneficio personal:


—Tú sabes cómo es la vaina, rey. Aquí hay que rebuscarse siempre, no te puedes agüevoniar (atontar) porque te joden. Y yo no te voy a mentir, tampoco he sido un santico. Al que no es malandro, lo malandrean.


Ese mismo día, antes de salir de la estación Capitolio, en el centro de la ciudad —bastión del chavismo— diez personas uniformadas de rojo conversan en círculo. Se preparan para su movilización. Siempre que hay una marcha convocada por la oposición, el gobierno cita a sus seguidores para contrarrestar el peso simbólico de esas protestas en otras calles, por lo general más hacia el centro y el oeste de la capital, en zonas populosas.


Afuera, los vendedores informales de oro, dólares y euros extienden una alfombra sonora hasta la plaza Bolívar, un remanso soleado frente a lo que hay alrededor, una atmósfera densa, una sensación de hastío y cansancio, de batalla incesante, con más hombres que mujeres, con rostros largos y arrugados.


Una pareja le da de comer a las palomas en la plaza y se divierte haciendo chistes de doble sentido bajo el calor que comienza a hacerse fuerte: el hombre coloca unas migajas de pan a sus pies. Su chica le recuerda que no le gustan las palomas. Él le responde que sí, que le tienen que gustar. En Venezuela, la paloma sirve para llamar coloquialmente al pene. Ambos ríen.


—Si alguna de ustedes llega hasta aquí, es pana mía —dice el hombre—, vamos a ver cuál es más malandra.


Una de las palomas se acerca hasta la punta de sus zapatos y comienza a comer.


—Verga, esa sí es verdad que es malandra —comenta ella. Ambos vuelven a reír.


—¿Viste que sí te gustan las palomas?


En Venezuela, el malandro es el que roba, estafa, secuestra, alguien que se salta la ley, como el motorizado sin casco, como los militares que venden cauchos o electrodomésticos por vías informales, sin pagar impuestos, pero también se usa el término para señalar a alguien que no tiene miedo, que demuestra atrevimiento, picardía y dureza. Hace años, una chica con la que salía me llamaba así: «Malandro». Y yo le respondía igual: «Malandra». Aún nos decimos de la misma forma. Era un código, una travesura. Siempre sonreíamos con complicidad. «Epa, malandro, ¿qué haces esta noche?». A mí me gustaba. Ser malandro, pues, tiene además una connotación positiva, incluso cariñosa.


Frente a la sede de la Vicepresidencia de la República y diagonal al Banco Central de Venezuela hay una romería. Un camión con música y otro que ofrece desayunos a precios bajos. Los parlantes son potentes. Hay una gigantografía de Chávez, aunque muy poca gente. Pudiera pensarse que se trata del inicio de la concentración convocada por el gobierno, que suele obligar a los trabajadores de las instituciones públicas a que asistan a sus marchas. Pero resulta que no.


—Eso está ahí todos los días, mi amor —comenta una trabajadora del Banco Central.


La marcha convocada hoy por el oficialismo inicia a unas seis cuadras. Es para los integrantes del Sistema Nacional de Misiones, los programas sociales que ha impulsado el chavismo desde hace más tres lustros: funcionarios que dependen del dinero del Estado, cooperativas, un sistema paralelo a los ministerios, a veces mixto, con conexión entre organizaciones comunitarias, en beneficio de la salud, la educación, la vivienda, el transporte, el cuidado de las mascotas, la disminución de indigentes, algo que le ha dado a este movimiento político una cohesión importante en sus bases, sobre todo en sectores rurales, pero que ha ido perdiendo fuerza y alcance con el paso de los años, producto del desgaste, la corrupción derivada del clientelismo y el depauperado estado de las arcas de la Nación.


En la actualidad, estas redes comunales sirven, muchas veces, como mecanismos de extorsión y control popular.


La marcha de hoy no dista de ser una verbena callejera, una celebración institucional, una parranda de amigos contentos; todos portan uniformes, llevan logos en el pecho, en gorras y pancartas, se separan por camiones con música, festejan y bailan, aunque otros arrastran los pies, cansinos, obligados, mecánicos, como lo harían en la inauguración de un evento deportivo entre empresas o universidades. Levantan un puño y lo golpean contra la palma de la otra mano. Ejerciendo el oficio periodístico he cubierto un puñado de concentraciones oficialistas, y en todas estas romerías institucionalizadas ha imperado la misma lógica del Carnaval.


Es inevitable que recuerde a mi tío, el que murió hace poco, desasistido, abandonado por el mismo proyecto dictatorial y populista que defendió con los dientes. Era un militante fundamentalista del chavismo y también de la alegría. Todas las veces que nos vimos, todas, jugamos dominó, pusimos música, nos reímos y abrazamos. Además, las veces que debatimos sobre política lo hicimos sin pelear, pero para atacar a quienes como yo adversaban al chavismo, solía decir, socarrón y desafiante: «Ah, bueno, lloren pues. Lloren, lloren. Se las dan de alzaos, pero al final se quedan quietos porque saben que de este lado sí somos malandros». Después reía.


Mi última noche en la ciudad durante aquel viaje de junio, la última vez que vi a mi tío en persona, un amigo me ofreció un aventón desde su residencia, ubicada en la urbanización El Marqués, al este de Caracas, hasta el lugar donde me estaba hospedando, el que había sido mi hogar desde el año 2009. En el camino, en la avenida Francisco de Miranda, una importante arteria vial que corre por encima del sistema subterráneo del metro, nos topamos con un par de camionetas negras parqueadas en plena vía. Tenían las luces altas encendidas y las puertas abiertas. Afuera de ellas había hombres armados y no portaban identificación policial. Debimos frenar un poco y bajar los vidrios. Ellos, con las pistolas al aire, nos hicieron señas para que siguiéramos nuestro camino. Eran las diez de la noche y la calle estaba desierta. Salvo nosotros y esas camionetas, no había más vehículos. El brillo de nuestros focos sobre esas armas me dejó una imagen clara de la situación actual.


—Puros malandros —dijo mi amigo en voz baja.


Después sonrió nervioso, negó con la cabeza y aceleró.

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