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Cartagena no siempre es lo que creen

Que imaginen, eso les pide, algo natural para sus edades: que imaginen. Los niños se notan estáticos, apenados y aburridos, pero la joven que guía la actividad eleva el ánimo. Habla con amabilidad y determinación, sonríe, hace mímicas, los invita a repetir sus movimientos. A cantar. A correr. A agacharse. A bailar. Los niños, unos quince de diferentes edades, de pie y formando un círculo en un patio con columnas de colores y paredes con murales, se sueltan poco a poco. No es fácil dirigirlos. Esta mañana, bajo el calor sofocante de siempre en Bayunca, Cartagena, parecen aletargados. Es un juego y al mismo tiempo un reto: hay momentos en los cuales la diversión no es automática. Pese a esto, la guía, auxiliar de la Fundación Plan Internacional, se mantiene en su rol; aunque tarda en envolverlos, finalmente lo logra. Los chicos se agitan y ahora la siguen.


Esta quinta con solar, que en la comunidad es conocida como “la Casa Amarilla”, funciona martes, miércoles y jueves como Espacio Protector para niños y adolescentes de la zona; en este caso, para los que han emigrado desde Venezuela. Otra fundación, llamada Halü, sirve de aliada estratégica para activar planes de salud y nutrición, orientaciones en las rutas de atención, valoraciones médicas, dotaciones de mosquiteros o desparasitantes y atención psicológica.


Miguelis, una de las niñas que disfruta del espacio, está de cumpleaños. Ya tiene once, pronto será una adolescente. Aparenta menos edad porque es menuda, frágil e inquieta, muestra sus deseos con inocencia. Alguien le dice que por estar de celebración le obsequiará lo que ella pida.


—¡¿Lo que sea?! —pregunta sorprendida.

—Sí.


Hay fulgor en su mirada infantil. Entonces imagina tanto como puede y sale de una tienda con una bolsa de papitas.


Miguelis pertenece a una familia humilde, que vive en una casa de la calle Las Flores, a pocas cuadras del Espacio Protector. En Bayunca conviven unos quince mil habitantes, según el cálculo de Elvis, quien suma más de doce años en la Fundación Plan y hoy es uno de sus coordinadores. Mientras hace apuntes a mano en un cuaderno lleno de fechas, tareas y números telefónicos, me pone al día sobre las problemáticas más comunes del corregimiento: no hay alcantarillado, falla el agua, es común la violencia intrafamiliar debido al machismo y se ha generado un mayor hacinamiento con la migración desde Venezuela.


La hermana mayor de Miguelis se llama Sorainys y tiene doce años, pronto cumplirá trece. El papá de ambas es colombiano. La mamá, venezolana; se llama Ismelda Peña y tiene veintisiete. Quiere decir que las parió, a cada una, siendo una adolescente. Después nacieron Sherlys y Charles, de otro padre, también colombiano. Migraron a Cartagena desde La Guaira, estado Vargas, una ciudad costera y caribeña donde tenían un perro que, debido a la crítica situación económica, se alimentaba con cáscaras de aguacate.


Ismelda, su esposo y los cuatros niños también estaban pasando hambre.


—Tuve que sacar del colegio a mis tres hijas. Ya no funcionaba el transporte. Para ir y volver la mayor caminaba sola por la autopista, era un peligro —relata Ismelda—. Yo trabajaba todo el día en un abasto y el dinero no me alcanzaba. La gente se mataba por una harina, por un pollo. La comida que daba el chavismo venía con alimentos horribles. Yo no quise exponer más a mis hijas a eso; ellas llegaron a Colombia poquiticas poquiticas, estaban muy flacas.


Ismelda y su esposo decidieron emigrar a mediados del 2017. Meses más tarde, cuando habían logrado reunir el dinero para el viaje en carretera, el niño menor convulsionó por una fiebre alta. Esto los obligó a aparcar la mudanza, debían cubrir los gastos del tratamiento médico, las consultas y los exámenes. Semanas después deportaron al esposo de Ismelda; entonces se acabó la planificación. Ella tomó a sus niños, le dejó el perro y la casa a una prima y salió rumbo a Colombia, de donde también es su familia.


Aunque vienen de una ciudad costera, vivían a pocos metros de la playa y tienen más de un año en Cartagena, todavía no conocen el mar del Caribe colombiano.


—Mi papá allá tenía su carro, y a veces nos llevaba a la playa o al parque —dice Sorianys con tristeza.


Miguelis, la cumpleañera, asiente con resignación y baja la cara.


Benis Sánchez Villar, al igual que el actual esposo de Ismelda, también es colombiano, vivió en Venezuela, regreso a su país y se instaló en Bayunca. Es padre de tres. Decidió venirse cuando su suegra le dijo que había un “terrenito con mucho monte” que él y su familia podían aprovechar. En Caracas estaba bien porque él tenía trabajo, dice, pero aclara que su barrio era peligroso, que había tiroteos diarios y fue extorsionado varias veces por policías locales, quienes le quitaban su dinero.


De vuelta en Cartagena ha encontrado dificultades para obtener un empleo.


—Aquí en Bayunca estuve meses parado. En el mercado del pueblo trabajé con un señor, ayudándole a vender nísperos, sobrevivíamos con lo que él me daba, y así le traía el sustento a mis niños —cuenta Benis—, pero llegó un tiempo en que el mercado se ponía pesado, las cosas no iban bien. Comíamos siempre, no la misma cantidad, pero comíamos de a poquito. Y como yo vendía mi fruta, los sustentaba con un vaso de jugo, que es lo mejor, y ahí los sacaba adelante pa su colegio.


Hoy, ni Benis ni su esposa tienen empleo.


Migración Colombia calcula que hay cuatrocientos mil retornados desde Venezuela, colombianos que han vuelto con hijos o nietos, algunos con doble nacionalidad. Es imposible saber con exactitud cuántos son y dónde viven, debido a que, primero: la movilidad no cesa, segundo: no todos tienen sus papeles en regla, tercero: pudieron salir de Venezuela como venezolanos y entrar a Colombia como colombianos. Se sabe cuántos llegan, no cuántos se quedan; las autoridades no les preguntan qué vienen a hacer porque Colombia es su país.


Sin embargo, para muchos colombianos que siempre vivieron en su tierra, estos retornados o sus hijos o nietos parecen venezolanos. Vienen desde Venezuela, hablan como venezolanos y tienen costumbres venezolanas.


—A Sorainys le hacen bullyng en el colegio. Ella trata de sobrellevarlo porque le da miedo que la expulsen —revela Ismelda—. Mi familia y su papá son colombianos, pero a ella y a Miguelis les dicen “las venecas". A Sorainys la he llevado dos veces al psicólogo porque no se controla y revienta, se pone a llorar y grita palabras duras. Antes salía corriendo, pero se ha calmado. Ella dice que quiere regresar porque aquí no tiene las mismas facilidades.


Según Claudia Almeira, secretaria de Educación Distrital de Cartagena, este tipo de presiones escolares son más comunes en escuelas oficiales y en entornos de extrema pobreza, donde también hay más casos de embarazos adolescentes y consumo de sustancias psicoactivas.


—Pero uno a veces subestima a estos chicos —dice Almeira—. Ellos están en medio de una crisis, y yo he visto con beneplácito que la mayoría responde acertadamente. Tanto venezolanos como colombianos aprenden rápido a aceptarse. Sí tiene que haber, pues, choques culturales. Si lo hay entre barrios, cuanto más entre nacionalidades.


Las cifras más recientes que maneja Almeira sobre el índice de cobertura educativa para migrantes venezolanos en planteles oficiales de Cartagena se acerca al 10% del total de alumnos: 10.935 de 124.000.


Marinelis Peña ya es bachiller. Tiene diecisiete años y en julio del 2018 cruzó a pie la frontera junto a sus padres y dos hermanos. Tiene un tercer hermano que nació en Colombia. Todos viven en una pequeña casa de ladrillos sin frisar que tiene un patio. También queda en Bayunca, en el sector El Torito. Adentro, las dos únicas habitaciones son contiguas y usan cortinas como puertas. Hay una nevera vieja, un televisor, un par de sillas de plástico y un sillón de mimbre. Aunque Marinelis disfruta del Espacio Protector, como Miguelis y Sorainys, hubiera preferido no abandonar el lugar de su infancia.


—Allá vivíamos en Maracaibo, nuestra familia estaba junta y todo era más felicidad, pero ya no se encontraba comida, no se encontraba dinero, no se encontraba nada —recuerda Marinelis—. Aquí todo me ha parecido bien, pero nos han tratado mal por ser venezolanos. Un día fuimos a una jornada de medicina, estábamos en la fila y dijeron: “Claro, es que ahora los venezolanos tienen más beneficios que los propios colombianos”.


Cuando llegó a Colombia, la señora Ismelda debió batallar con la enfermedad de su bebé. En un centro hospitalario de Cartagena le dijeron que el padecimiento de su hijo no era de Urgencias, que fuera a la Cruz Roja. En el bus de regreso a Bayunca, el niño volvió a convulsionar, igual que en Venezuela. Entonces lo llevó a la Cruz Roja y ahí le dijeron que era un caso de Urgencias, que ellos así no podían ayudarla.


—Cuando estábamos recién llegados, mi tercera niña se cayó y le metieron unos clavos en en el brazo. La atendieron en la Casa del Niño, pero por no tener EPS le sacaron los clavos de mala manera, le generaron una infección grave. Fuimos a la Defensoría del Pueblo y abrieron una tutela. Esto ha sido duro, pero aún así creo que estamos mejor que en Venezuela. Aquí mis hijas se levantan y no se ponen a llorar porque no saben si ese día no van a comer.


Para Carolina León, coordinadora de la Oficina de Asuntos para la Mujer de la Alcaldía de Cartagena, aparte de las fuertes barreras de acceso a servicios de salud y educación, las demandas más comunes de migrantes o retornadas tienen que ver con la violencia y con la capacidad de alcanzar su autonomía económica.


—Tenemos que hablar del ejercicio de la prostitución, que en Colombia es libre y está legalizado, debemos ayudar a las mujeres de Bayunca al reconocimiento de sus derechos sexuales y reproductivos. Algunas son gestantes o lactantes, y desconocen la oferta institucional del distrito —dice León—. En Cartagena hay un hogar de paso para mujeres que son víctimas de violencia de pareja; las venezolanas logran formar unos lazos de solidaridad que son ejemplares, pero algunas llegan en condiciones lamentables y no tienen ninguna red de apoyo familiar.


Claudia Anaya Marín, secretaria de Participación y Desarrollo Social, relata que hace meses hubo un recorrido en el Centro Histórico para identificar cuántas personas vivían en condiciones de mendicidad. Eran 65 familias, solo ocho colombianas, las demás venían de Venezuela. Diseñaron alternativas para cubrir sus necesidades alimentarias y les hablaron de los mitos y realidades de la migración.


—El problema es que muchos vienen con ilusión —explica Anaya—, pero cuando llegan a Colombia, a Cartagena específicamente, se dan cuenta de que no es lo que creían.


Sorainys sonríe durante la entrevista en la sala de su casa


Esta crónica fue escrita en julio del 2019 para la Fundación Plan

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