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Un rato en Cúcuta

Yorleidys se produce cortes con hojillas en el abdomen y las muñecas. Hace poco cumplió dieciséis años y le confesó a su mamá que le gusta el dolor.


—Me da miedo porque cada vez son más profundas las heridas —dice Verónica, su madre, desde la entrada de una casa modesta. La calle es de tierra y queda en el barrio El Trigal, sector Molinos Norte, una comuna en la periferia de Cúcuta, hasta donde han llegado cientos de venezolanos, como ellas.


En esta zona, de evidente pobreza, la mayoría subsiste gracias al reciclaje de plástico y cartón.


La hermana de Yorleidys se llama Yorleana, tiene diecinueve años y vive con ella, su mamá, su abuela, su hijo y otras diez personas. En total son catorce, contando a siete menores de edad. Ninguno estudia. Nadie tiene sus documentos en regla.


Verónica, la madre, está preocupada; aparte de las lesiones que se autoinflige su hija menor, no tiene empleo y sabe que Yorleana, la mayor, se prostituyó durante dos meses. En ese periodo se acostó con siete hombres.


Yorleana no lo oculta, habla de frente aunque con vergüenza; le cuesta mirar a los ojos. Tiene fuertes dolores en el colon y está deprimida.


—Nada más fueron siete —repite—. Esto es lo peor que me ha pasado.


Le pagaban cuarenta mil pesos cada vez que se acostaba con alguien. Con ese dinero ayudaba a cubrir el arriendo. Cuando dice “prostitución” apaga la voz hasta que casi no se le escucha. Es bachiller, quería estudiar Criminalística o Medicina Veterinaria.


—¿Qué puedo hacer? Así es la vida. —Yorleana voltea hacia otro lado para contener el llanto. Mientras habla, su hermana menor se asoma y sigue de largo. Ella la ve en silencio. Ambas son jóvenes, lindas. Encierran tristeza y vacío en su mirada.


—Yorleana es hermosa —suelta Dildar, coordinadora de la Fundación Plan Internacional, una ONG que trabaja desde hace décadas en Colombia en pro de la niñez, y que en el último año ha desarrollado proyectos para brindarle ayuda a la población migrante desde Venezuela, en especial a niños y adolescentes.


Dildar está de visita en el sector. A varias cuadras se desarrolla una jornada comunitaria de embellecimiento impulsada por la fundación, en una casa que llaman Espacio Protector, donde los chicos sin escolaridad van a jugar y aprender. Hoy están pintando la fachada con murales. Los colores brillan. Hay madres y padres que sonríen y sudan con las manos manchadas de esperanza. El mensaje es claro: integración entre colombianos y venezolanos.


Verónica, la mamá de Yorleana y Yorleidys, tiene media hora conversando con Dildar, informándose, contándole de sus padecimientos, recordando su pasado. Cuando Dildar comenta que su hija es hermosa, su respuesta es inmediata:


—Mi hija es bonita, sí, pero eso no le ha traído suerte. Hasta el dueño de la casa quiere abusar de ella a cambio de no echarnos a la calle.


No es un decir, y ellas saben lo que eso significa.


Después de llegar a Colombia, en diciembre de 2017, rodaron entre viviendas precarias. Incluso estuvieron una semana durmiendo a la intemperie. También comieron de la basura. Y pensar que dejaron su hogar en Maracay, donde habían vivido siempre, huyendo del hambre.


Al frente de Yorleidys y Yorleana hay una casa todavía más humilde: dos habitaciones mínimas, una salita con una nevera vieja, un televisor de cascarón, un cuadro y un vidrio roto a modo de espejo. El aroma, que impregna todo, es el de las aguas residuales que se empozan en los márgenes de la vivienda. Allí me recibe Gleudy Álvarez, menuda, angelical, lleva puesta una camiseta de la selección de Portugal que le queda grande. No debe pesar más cuarenta kilos y carga a un bebé en sus brazos. El niño tiene diez meses y se llama Fabián. Ella lo presenta con alegría. Es su hijo, nació cuando acababa de cumplir quince años.


Gleudy vino a Colombia hace mes y medio con su tía, su bebé y sus dos hermanos menores.


—Fue una noche agotadora, muy larga. Casi no dormimos porque en el autobús tuvimos que viajar nosotros cuatro en dos asientos —cuenta Gleudy.


En Acarigua, donde ellos vivían en Venezuela, aún sigue su mamá, que fue diagnosticada con cáncer. Debido a los dolores y a su enfermedad, a la falta de medicamentos y al miedo de estar sin trabajo, la madre de Gleudy prefirió que sus hijos pequeños se fueran a vivir con el padre. Y allí están, en Cúcuta: tres niños más el bebé, con el padre y su nueva pareja.


En estas calles de tierra con la ropa secándose al sol parece que siempre hay niños. Corren, hablan, miran la tele. Juegan. A Gleudy le encanta el kickingball. En su colegio, en Acarigua, Venezuela, había ganado tres medallas. Hoy no está estudiando. Cuida a su bebé y ayuda en las labores del hogar: limpia, cocina, atiende a sus hermanos.


En Venezuela también practicaba danza. En Colombia agradece estar con su papá, pero sufre por haberse separado de su familia, primas y primos, tías y tíos, por saber que su mamá se está muriendo en otro país y que, a pesar de eso, no le dice nada para que no se preocupe; para que no piense lo que piensa: que es probable que nunca más la vuelva a ver.


—Se puede ir de esta vida y yo no quiero que mi mamá se vaya —dice Gleudy.


Entonces se quiebra.


Ese es su mayor temor. Ese y que los echen a todos de esa casita donde ahora está, sentada en una silla de plástico, limpiándose las lágrimas.


Cuando le pregunto a Gleudy si se considera niña o mujer, contesta que sigue siendo niña, pero no quiere ser una carga. Dos veces ha ido con sus hermanos al Espacio Protector de la fundación, aunque ella solo los lleva y los busca.


Allí los niños dibujan, ven películas, se entretienen, toman un refrigerio —jugo, fruta, galleta, una porción de pan—, escuchan charlas sobre el cuidado del cuerpo, derechos humanos, prevención de enfermedades y educación sexual. También reciben clases de matemática y kits escolares.


—A mí me gusta porque aquí ellas hacen amiguitos, han aprendido. La más pequeña es feliz de poder venir, siempre disfruta —me había dicho Johana Oropeza, de 37 años, una diseñadora autodidacta que está embarazada y es madre de dos niñas.


En Venezuela, Johana vivía en Los Teques, estado Miranda, y ha aprovechado este espacio para integrarse, colaborar y sentirse útil: los diseños de las paredes internas y externas, incluso el mural que hoy pintan entre todos, salieron de sus manos. Al igual que Yorleydis y Yorleana, llegó a Colombia en 2017.


—En Plan nos ayudan en muchas áreas, nos prestan atención psicológica, que para mí es importante porque uno sufre por todo lo que deja atrás: llegar aquí y muchas veces dormir en el suelo, empezar de cero, tener las manos vacías, y no es solo uno, también tus hijos. Cargar con esto no es fácil, emocionalmente. En mi caso, allá tenía mejor estatus, pero gracias a ellos uno se desahoga y recibe apoyo.


Las hijas de Johana se han integrado bien.


—Ya hablan más "colombiano" que "venezolano" —dice la madre. Y ríe. La clave, cree, está en que logró que estudiaran en un colegio público.


Jonathan Mejía Maldonado, jefe de Acceso y Permanencia de la Secretaría de Educación del Municipio de Cúcuta, maneja el proceso de estudiantes extranjeros desde el 2015 y explica que la situación de niños sin escolaridad, debido a la migración masiva desde Venezuela, es dramática.


Cuando él comenzó había en el municipio 700 estudiantes extranjeros. Cuatro años más tarde, con la llegada de venezolanos, la cifra es de 9.250 y sigue en aumento: doce veces más con la misma infraestructura.


No existen, afirma Mejía, recursos físicos ni humanos para afrontar una realidad que los desborda. Faltan espacios y docentes.


¿Cuál cree que podrá ser el futuro de ellos, mientras sus padres, en buena medida indocumentados, pobres o sin empleo, regularizan su situación?, le pregunto. Su suspiro es elocuente.


Autoridades de algunos centros educativos han cometido actos xenófobos por considerar que los cupos para niños migrantes les arrebatan pupitres a estudiantes colombianos. Hubo carteles en colegios donde se leía: «No se aceptan niños venezolanos». Según Mejía, la Procuraduría intervino y estos rectores fueron sancionados por la vulneración de derechos que estaban cometiendo.


—Esta crisis ha sido demasiado dura. A mí como padre me duele ver a estos niños sin posibilidad de acceder al almuerzo escolar que brinda la Secretaría de Educación —dice—. A veces esa es la única comida que ellos tienen al día. Otros reciben cupos en lugares que quedan lejos de sus viviendas, y no los toman porque no tienen dinero para ir y volver. Por eso es importante el servicio docente de las organizaciones internacionales, que nos permite aumentar la cobertura. Con algunas fundaciones vinculamos a niños que están fuera del sistema, que viven en la calle o en lugares donde no deberían estar.


Mejía cuenta que en los semáforos es visible el aumento de niños usados por sus padres para pedir limosnas, y que a la batalla por ofrecer cupos escolares de donde no los hay, se suma la necesidad de competir con la delincuencia, que busca reclutar menores a cambio de dinero para que ingresen droga a los planteles educativos.


La relación de Cúcuta con sus ciudadanos ha cambiado. Esta es, después de Bogotá, la ciudad que alberga más venezolanos en Colombia. Se nota desde la antesala al Puente Simón Bolívar, que delimita la frontera, donde también abundan trochas para el paso de personas en condición irregular. En medio del alboroto diario de carretilleros, comerciantes, contrabandistas y migrantes que van o vienen, la extorsión está a la orden del día.


A unos veinte minutos en carro, cerca del terminal de pasajeros, existe una zona de tolerancia donde el hacinamiento y la mendicidad conviven a placer junto al sexo y el microtráfico de drogas como motores para la supervivencia. En el parque Mercedes Ábrego hay un Comando de Acción Inmediata (CAI) de la Policía Nacional rodeado de restaurantes, bares, salones de belleza, parqueaderos, ventas de víveres y confitería; allí llegan, cada vez más, personas en condiciones vulnerables: venden golosinas, café, chicha, ropa, zapatos usados. Y también su cuerpo. Las chicas, claro. Algunas menores de edad.


A eso le llaman “hacer el rato”. Dura media hora y cuesta treinta mil pesos (menos de diez dólares).


A pocos metros del parque queda El Gran León, un motel de alta rotación para peatones. Lo administra Katheryn Crespo, una venezolana de veinticinco años que llegó desde Carora, Venezuela, en el 2015. Es madre y fue prostituta en Cúcuta durante un mes en el que, afirma, recibió humillaciones y amenazas de muerte. Hoy ha logrado otorgarles a más de 250 chicas que venden su cuerpo un marco mínimo de seguridad, a través de una red solidaria apoyada por la Fundación Plan, en la que reciben charlas, capacitaciones, orientaciones y kits de higiene y protección. Uno de los aspectos fundamentales se centra en que sepan defender sus derechos.


—Ya han aprendido a no callar, a alzar la voz cuando les sucede algo —dice Katheryn—. Muchas veces he tenido inconvenientes, a algunas las han querido robar o les han pegado, otras han quedado en embarazo, van a un hospital y no las quieren recibir, o tienen un hijo que necesita atención médica y no saben qué hacer. Es ahí cuando llamo a la coordinadora de la fundación: “¿Dónde pueden hacerse una citología? ¿A qué IPS deben ir? ¿Qué medidas tomamos cuando son violentadas?”. Han sido un gran apoyo para nosotras.


Las palabras de Katheryn son respaldadas por el testimonio de otras dos venezolanas indocumentadas en las escaleras del motel. Una es Yelitza Tellería, de 41 años, quien denuncia haber recibido una paliza por parte de un funcionario de Migración Colombia. La otra es Alejandra Galicia, de 22 años, quien acaba de comenzar un curso de peluquería gracias a una asociación porque no quiere seguir “haciendo ratos”. Están juntas, hablan conmigo al mismo tiempo. La primera, Yelitza, se acuesta con cuatro o cinco hombres a la semana. La segunda, Alejandra, lo hace con quince, más o menos. Aprieta los labios de la rabia. Se tapa los ojos para esconder el llanto. Ambas sufren. Preferirían otra vida, dicen. Pero se resignan. No consiguen empleo. Se toman de la mano y salen a la plaza. Yelitza es la mamá de Alejandra, la abuela de sus tres hijos: un niño de seis años, una niña de cuatro y un niño de dos. El mayor y el menor siguen en Venezuela. La del medio vive con ella en Cúcuta; no cuenta con el privilegio de ir a un jardín de infancia.


Gleudy durante la entrevista. Madre, migrante, menor de edad


Esta crónica fue escrita en julio del 2019 para la Fundación Plan Internacional.

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