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Esto que se parece a la alegría

Esta tarde hay tapabocas que esconden sonrisas y sonrisas que guardan tapabocas en los bolsillos, en mitad de una atmósfera de murmullos y silbidos y espaldas en movimiento: treinta, cuarenta, cincuenta años con sus hijos en los hombros o haciendo acrobacias, como si pensar en los cometas y en la bondad o en el juego y la libertad y la nada fuera una acción cotidiana, orgánica, definitoria y definitiva.



Besos y Plaza Monumental, Barcelona, domingo, junio que asoma verano. Esto es un concierto. Pequeño, sin parafernalias. Sobre la tarima: Delafé, un trío con dos voces al que conocí hace trece años cuando el proyecto se llamaba Facto Delafé y las Flores Azules y fueron a Caracas en una presentación organizada por un equipo cultural y multidisciplinario donde yo trabajaba.



El coreo de una canción al aire libre bajo el sol, con las palmas de las manos en alto antes de planear y batirse, algo tantas veces visto, cobra de pronto un significado vital, casi insólito.



El público es un ulular de pleno gusto. Me interesa lo que pasa en la arena, donde la gente está encantada. Se respira optimismo y pienso que provoca vivir y vivir aquí, envuelto por la música, por los sonidos de una guitarra y una base electrónica que acompasa latidos de personas enamoradas o que creen o parecen creer o quieren creer en el amor, el baile y el buen humor. Lo simple, lo fácil, lo elemental: la mano puesta en el pecho y los ojos cerrados, un paso adelante, otro atrás, uno a la derecha, otro a la izquierda, las rodillas en lo suyo. Volver a la infancia o a la adolescencia o a cualquier territorio temporal en el que aún exista la ingenuidad.



Tal vez porque hace un año o incluso hace mucho menos de un año era todo tan diferente, tan doloroso, y lo sigue siendo. Esto es un escape que sabe a pasado. O a futuro. Y el futuro, como he dicho antes muchas veces, esconde deseos.



Hay algo eléctrico y erótico en este contoneo festivo que grita esperanza, una genuina emoción primigenia compartida por adultos. El ruedo transformado en belleza e ilusión. Quizás una ilusión madura, menos enérgica, más sosegada, y seguro tamizada por mi mirada —es inevitable—, pero me gusta creer que no alejada de la verdad que se respira con tierra entre los dientes. Por aquello que puede venir.



Una sensación similar experimenté hace poco luego de ver en el cine la última película de Thomas Vinterberg. No son gratuitas estas pulsaciones y me gusta sentirlas y sentir que valen. Otorgarles peso. Reconocer el brillo en el paso del tiempo tal como somos capaces de ver nuestro cuerpo dibujando siluetas en la oscuridad. Como dice el coro de una de las canciones del artista sobre la tarima: esto no se para, esto no se para; si ves que se asoma una fuerza que te llena de verdad, cree en ella y hazla indetenible. Siente. Baila. Muévete en el aire. ¿Necesitamos abrazos? Vamos a darlos. Así sea con los pies.



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