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Hay que ser muy animal

Son las tres de la tarde y el sol baña la ciudad como pocas veces en los últimos meses. La atmósfera de calma en los alrededores del Centro de Recepción de Flora y Fauna Silvestre, ubicado en Engativá, es casi imperturbable. Solo algunos transeúntes o ciclistas del poblado recorren la calle sin asfalto que llega hasta un enorme colegio ubicado a cien metros y luego se bifurca en un angosto sendero que se pierde monte adentro.


El celador se acerca despacio. Trae un pedazo de papel escrito a mano con tinta negra donde hay un número de teléfono. Debajo se leen las palabras “Fauna — Secretaría distrital ambiente”. Entrega el papel desde adentro de la instalación, por uno de los espacios del enrejado. Tiene esa expresión en el rostro que pone cualquiera cuando no quiere meterse en problemas.


—Qué pena. Tiene que llamar ahí, a lo mejor ellos sí lo pueden ayudar.


Desde este lado, en la acera, solo se ven su garita, una casa principal al fondo y enormes carpas enclavadas en la tierra. Protegen centenares de troncos de madera cortada, apilada, señalizada. Los colores de la grama y el follaje de los árboles definen lo que atrapa una mirada al vuelo.


Al llamar al teléfono apuntado en el pedazo de papel, estalla esa pequeña frustración de lo inmediatamente imposible: “el número marcado no se encuentra en servicio”. Así que ahí va el celador que camina lento, de vuelta a la negativa de una mujer en uniforme, que gesticula a lo lejos, señala, bate los brazos y escoge no devolver el saludo desde esta distancia.


—Qué pena. Me dice la administradora que ellos son contratistas y no están autorizados para hablar —suelta el hombre con su mirada bonachona y la cabeza gacha.


—Comprendo, pero el contacto que me acaban de dar no funciona, lo puse en altavoz y usted escuchó —insisto—. Solo quiero reflejar el trabajo que realizan. Y ya estoy aquí...


—Sí, señor, qué pena, pero no puedo hacer nada.


—¿Realmente no hay nadie que pueda atenderme al menos cinco minutos?


—No, señor. De verdad, qué pena, pero esa es la información que me dieron.


—¿Y me pudiera decir, por favor, el nombre de la persona encargada?


—Qué pena, pero no estoy autorizado para dar esa información.


Tan linda que estaba la tarde. Qué pena.


Todas las imágenes son de Juan Pablo Rueda


* * *


Al Centro de Recepción de Flora y Fauna Silvestre ubicado en Engativá llevan las especies que rescata la Policía Nacional y otras instituciones encargadas del control ambiental. Ahí fue adonde trasladaron los cuarenta animales marinos que habían sido incautados el pasado 2 de enero en un acuario del centro comercial Atlantis Plaza, en Bogotá. Los mismos peces, camarones, corales, anémonas, cangrejos —y también una estrella de mar— procedentes de las islas Fiji, Indonesia, China y Australia, que ingresaron al país de forma ilícita y podían representar un riesgo para el ecosistema local. Los mismos peces ornamentales y coloridos —dragón, cardenal, payaso, como Nemo; cirujano, como Dory— que murieron luego del operativo realizado por la Subdirección de Silvicultura, Flora y Fauna de la Secretaría Distrital de Ambiente, y que generaron, luego de haber sido sacrificados, un maremoto de quejas entre ciudadanos y ambientalistas, miles de memes y comentarios en foros, páginas web y redes sociales, además de varios comunicados de las partes involucradas.


Quizás a eso se debió el hermetismo de los responsables de la institución, quienes no deben estar de humor para atender a periodistas. Pero esto es solo una hipótesis y un periodista, se sabe, no debería publicar especulaciones, sino hechos concretos. Un hecho concreto, por ejemplo, es que la incautación y el manejo de estos animales marinos que murieron son apenas una consecuencia minúscula de un problema tan grande como el océano, las selvas o las montañas: el tráfico ilegal de especies de flora y fauna silvestre que entran y salen de Colombia todos los días y representa uno de los principales factores de amenaza para la biodiversidad.


Según los informes de gestión del propio centro en Engativá, elaborados por la Secretaría Distrital de Ambiente de Bogotá —la misma del papelito con el teléfono dañado, la del operativo de los peces del Atlantis—, esa entidad reportó un aproximado de trece mil especímenes decomisados nada más entre el 2007 y el primer semestre del 2009, lo que equivale a decir, en promedio: más de catorce al día.


Se dice rápido, pero cuando se reflexiona sobre todo lo que hay detrás, es posible caer en la cuenta de una magnitud tan grande del asunto que resulta difícil de asimilar. A escala mundial, los vínculos que hay entre los delitos ambientales representan entre 91.000 millones y 258.000 millones de dólares al año, de acuerdo con las cifras más recientes publicadas en un informe conjunto de la Interpol y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma), en diciembre del 2016.


En ese apartado de la investigación se incluyen flora, fauna y explotación minera, y se aclara que estas redes de comercio ilegal muchas veces se relacionan con otras actividades criminales, como corrupción, tráfico de armas o delitos financieros.


Para tener una idea más aproximada del volumen de dinero que se mueve por esta vía, hagamos esta comparación impactante: unos 170 países en el mundo no son capaces de generar ese monto anual en bienes y servicios, según las estimaciones de sus PIB.


Solamente el tráfico de especies en peligro se estima entre los 18.000 millones y los 46.000 millones de dólares anuales, y en esto tiene mucho peso la pesca ilegal. Otra vez, para imaginar a cuánto equivalen esas cantidades, hagamos una proyección: con ese dinero se podrían construir más de setenta estadios de fútbol lujosos y ultramodernos, como los inaugurados en Brasil en el último campeonato mundial, de los que se levantaron o remodelaron apenas doce, y que provocaron manifestaciones nacionales.


En conjunto, los crímenes vinculados a delitos ambientales, en los que además de contrabandistas participan coleccionistas, científicos y médicos, empresarios, diseñadores y modistas, indígenas, religiosos y ciudadanos corrientes, son el cuarto rubro en mover más dinero en el mundo, después de las industrias ilegales del tráfico de drogas, el tráfico de personas y los delitos que tienen que ver con falsificaciones. En todo esto, Colombia tiene un protagonismo importante.


Aunque no todas están en peligro debido al tráfico ilícito, en el país existen 1.319 especies amenazadas, entre fauna y flora, según una resolución que prepara el Comité Nacional de Categorización de Especies que convoca el Ministerio de Ambiente. Visto desde los datos y su impacto, el asunto es más que crítico. La realidad resulta preocupante para ambientalistas, biólogos e investigadores. E instituciones como el Centro de Recepción de Flora y Fauna Silvestre de Engativá forman parte de la solución, no del problema.


Además de las corporaciones autónomas regionales, una división ambiental y ecológica de la Policía Nacional, la Fiscalía, diversas fundaciones y ONG, y del Instituto de Ciencias Naturales de Colombia, que forma parte de la Universidad Nacional, existe una red que se integra alrededor del Ministerio de Ambiente y se llama Sistema Nacional Ambiental (SINA). Lo que se busca con este sistema es articular esfuerzos interdisciplinarios para documentar, clasificar e informar, y a partir de allí prevenir y castigar los delitos ambientales. Pero no se considera para nada una tarea sencilla.


Evaluar el riesgo de una especie requiere un amplio conocimiento científico, una inversión de tiempo importante, y tiene, además, implicaciones políticas. En Colombia, según afirma el subdirector del Instituto Humboldt, Hernando García, han logrado identificar más de veintiséis mil especies de plantas, pero se cree que puede haber cerca de treinta y cinco mil en total.


—Imagínate el reto que implica hacer evaluación de riesgo para todas y cada una de esas especies. Hasta ahora se han evaluado un poco menos de cuatro mil. Se sabe que de esas cuatro mil, una tercera parte entra en alguna de las categorías de amenaza. Ahora, el porcentaje de amenaza en los anfibios y mamíferos es mayor, porque son organismos muy vulnerables —dice García.


En el SINA se agrupan el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales de Colombia (IDEAM), el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar), el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi), el Instituto de Investigaciones Ambientales del Pacífico (IIAP) y el Instituto de Investigación de Recursos Biológicos Alexander von Humboldt, especializado en biodiversidad y servicios ecosistémicos, y conocido, simplemente, como Instituto Humboldt.


—Una de las dificultades que enfrentamos en cuanto al tráfico ilegal de especies es que las autoridades ambientales manejan reportes de control distintos, que no siempre están conectados.Hemos estado trabajando para organizar e integrar toda la información con el apoyo de las autoridades, para que se pueda consultar, reportar y actualizar, establecer rutas de tráfico y saber si están relacionadas con redes de comercio ilícito o con el consumo local —agrega García, para quien lo ocurrido con aquellos peces del centro comercial no pasa de ser una anécdota desagradable.


—Por protocolo, había varias opciones legalmente aceptables, pero el técnico asesoró de forma errónea a la alcaldía y ese mal manejo tuvo un costo político alto porque esos animales murieron. Debían evaluar mejor el riesgo: no porque tengas un acuario con un pez payaso estás generando un riesgo en los arrecifes de coral del mar Caribe colombiano. Las preguntas debían ser: ¿dónde tienes el acuario y cuál es el manejo que le estás dando? Si tienes un encierro en el mar y metes un pez león, ahí el riesgo sí se considera más alto. Hay una variabilidad de factores. Pero claro, socialmente, imagínate: ¡mataron a Nemo y a Dory! El impacto es fuerte. La verdad es que se mueren muchas especies nuestras, y en la colectividad, en la opinión pública, nunca pasa nada. No hay un drama. Uno no quiere que se muera un animal, pero hay casos que merecen mayor atención tanto en la sociedad como en la política. Y esto que pasó nos conecta con una historia de tráfico: hablamos de especies introducidas, ninguna de ellas era nativa, ninguna era de aguas colombianas. Ahí está el problema.



* * *


Para ostentar pieles que la mayoría no puede darse el lujo ni siquiera de probarse; para despertar con el trinar cautivador de aves que vuelan en el encierro de nuestras ambiciones; para disfrutar de esa compañía especial que nos brindan las mascotas menos comunes: peces, micos, ardillas o tortugas; para coleccionar especies silvestres, como los feroces tigrillos o las curiosas rayas de agua dulce; para aumentar la productividad del comercio alimentario; para producir dinero sucio... Las razones son múltiples y la cadena resulta compleja, pero la consecuencia es la misma: existe un tráfico ilegal de animales silvestres que afecta de forma negativa la relación con el ecosistema que nos brinda el bienestar que necesitamos.


Como suele ocurrir con las redes criminales: unos pocos ganan mucho y otros muchos pierden todo.


Entre el baile de cifras que se rozan, se confunden y se superponen, hay un hecho que resulta irrebatible: Colombia está entre los tres países con mayor biodiversidad en la Tierra, por eso el comercio ilegal de animales y plantas consigue en esta geografía un territorio fértil para crecer.


Las autoridades ambientales estiman que este país cuenta con la mayor diversidad de aves y orquídeas en el mundo; es el segundo con más variedad de plantas, anfibios, peces y mariposas; el tercero en reptiles, y el cuarto con mayor diversidad de mamíferos. En total, alberga alrededor del 10 % de la fauna y la flora de todo el planeta, una bendición que en las décadas recientes se ha vuelto casi una condena. ¿Por qué? Porque el ser humano crea leyes y también las incumple: roba madera y múltiples tipos de flores, trafica con osos perezosos, ranas, iguanas, loras, pericos, guacamayas y canarios. Y pare de cantar.


La mitad de los ecosistemas colombianos se encuentra en alguna categoría de amenaza, según el informe más reciente publicado por el Instituto Humboldt. Para muestra, un botón fino y costoso que puede verse, por ejemplo, en las fastuosas pasarelas de la moda en Milán: de las seis especies de cocodrilos que posee Colombia, tres se encuentran amenazadas.


DONJUAN tuvo acceso al informe más reciente de la Policía Ambiental y Ecológica de Colombia, y allí se apunta que en el año 2016 se incautaron un total de 23.761 ejemplares. Esto quiere decir: 35 al día, en promedio. Entre esos había 115 vacas marinas, 146 mochuelos, 200 jaguares (otorongos), 300 micos tití bebeleche, 433 morrocoyes, 454 marranos de monte, 749 loros de varios tipos, 2.020 canarios, 3.195 babillas y 7.040 tortugas hicoteas, por nombrar solo algunas de las especies.


Carlos Andrés Galvis es biólogo con especialización en manejo y conservación de especies amenazadas. Desde hace dieciocho años está a cargo de las investigaciones y el manejo de la fauna del zoológico de Cali, donde durante cinco años, hace ya una década, recibían animales provenientes del tráfico ilegal, en un Centro de Atención de Fauna Silvestre, gracias a un convenio con el Departamento Administrativo de Gestión del Medio Ambiente de la Alcaldía de Cali (Dagma) y la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca (CVC). De esa época, recuerda Galvis, lo más frustrante era tener que constatar el maltrato físico y psicológico que habían sufrido los animales, como algunas tortugas deformes, que no habían recibido la alimentación requerida, o algunos primates, que tenían cuerdas incrustadas en su piel porque habían permanecido amarrados durante años.


—Hasta que tuvimos ese Centro de Atención, los animales que más llegaban producto del tráfico ilegal eran tortugas, seguidas de loros, guacamayas y primates. La gente tiene que saber que detrás de todo animal que es extraído de su entorno natural hay otros que mueren. Muchas veces, a esos animales los almacenan en condiciones terribles para enviar cargamentos grandes, y en esos procesos, muy pocos sobreviven luego de un gran sufrimiento y una triste agonía. Muchas veces para obtener una cría de un mono terminan matando a sus padres. Detrás de un loro que llega a una casa, han muerto muchos loros que no resistieron. Siempre. Con cada caso y cada especie hay consecuencias particulares. Eso de la muerte quizás no pasa con las tortugas, pero sus caparazones se fracturan.


DONJUAN accedió a otro informe: el de los avances de la Estrategia Nacional para la Prevención y Control del Tráfico Ilegal de Especies Silvestres, que impulsa el Ministerio del Ambiente a través del SINA. En él se aclaran, a partir de los aportes de diversos investigadores, algunos de los usos de las especies que son más vulnerables frente al comercio ilícito.


Por ejemplo, la más codiciada es la tortuga hicotea, de caparazón y cuerpo verdes con pintas amarillas que se distribuye a lo largo de todo el Caribe colombiano. Los adultos, crías y huevos se comercializan por tradición para el consumo de su carne, en mayor medida durante la época de cuaresma; y también por la creencia de que tenerla en el hogar atrae prosperidad y buena suerte. Además, se practica su tráfico ilegal para la exportación como mascota. En la región atlántica se han adelantado medidas para la protección y el repoblamiento de la especie a través de la educación y capacitación de los pescadores, con programas ambientales para la liberación y reubicación de los ejemplares.


Las pieles de caimanes y babillas, muy populares en el país, son aprovechadas como producto textil para la manufactura de billeteras, cinturones, zapatos y carteras. La carne y los huevos se usan para consumo humano. En ocasiones, los jóvenes se disecan y comercializan como recuerdo. La iguana es otra de las amenazadas: su población se ha visto reducida. Para comunidades indígenas como los emberas-katíos, la carne y el huevo de iguana representan una fuente de proteína importante. Además del consumo, su piel es usada para elaborar peletería artesanal produciendo cinturones, billeteras, lámparas, bolsos y botas. En Colombia se reconocen sitios de explotación de poblaciones naturales en la región momposina del Caribe, el Atlántico, y zonas secas del sureste y el suroeste de los departamentos de Cesar y Magdalena.


En el oriente antioqueño, el Atlántico y el departamento de Sucre trafican normalmente con pericos comunes o periquitos bronceados. Las personas los buscan como mascotas. Lo mismo pasa con las loras en Bolívar, Caldas, Chocó, Amazonas, Guaviare y Meta. Fuera de Colombia es una de las especies más frecuentemente criada en cautiverio para fines de venta como animal de compañía. El canario común o canario del llano es otro que se trafica con fuerza en el mercado regional, como mascota y ave cantora, por lo general desde Sucre y la región del Atlántico.


Entre los mamíferos, la ardilla de cola roja es una de las diez especies más afectadas por el flagelo del comercio ilegal. En su caso, la degradación de los bosques y la pérdida del hábitat también desempeñan un papel importante, así como su erradicación en torno a zonas de cultivo debido a sus hábitos: como se alimenta de semillas, nueces y frutos duros, en algunas zonas llega a generar pérdidas económicas y a considerarse poco menos que una plaga. En Caldas y la región central andina es el mono tití el que más se trafica, por lo general como mascota.


Sobre estos casos, Galvis, el biólogo, recuerda, casi en tono de clamor, que mascotas son los animales que nosotros hemos cambiado, modificado y domesticado a lo largo de la historia, como perros, gatos y caballos. Ningún animal perteneciente a la fauna silvestre debe ser mascota.


—Hay especies que son sociales y viven en grupos familiares, tienen vínculos muy fuertes entre ellos, como los primates. ¿Para qué aislarlos? Si quieren tener un mono, que tengan un hijo. Por ejemplo, cuando el primate crece sus comportamientos cambian y empiezan a florecer otros naturales, entre ellos la dominancia, y por eso termina atacando o mordiendo a alguien, y después lo encadenan. Los humanos no somos capaces de suplantar las necesidades de alimentación, temperatura y manejo cuando sacamos a los animales silvestres de sus hábitats. Antes de llegar a una casa, los traficantes les dan de comer lo que se les ocurre, pero si esos animales no tienen el tracto digestivo evolucionado para asimilar esa dieta, se pueden enfermar y morir. A algunos los maltratan físicamente cuando los encierran o encadenan.


El director de Fiscalías Nacionales, Jesús Orlando Ospitia, explica que existen actualmente veinticinco fiscales adscritos especializados en la protección de los recursos naturales y de medioambiente: biodiversidad, deforestación y tráfico de madera, minería ilegal, contaminación industrial empresarial y tráfico de fauna silvestre. Cuenta que ha habido casos recientes de incautación de tortugas y flamencos, y que hace poco lograron desmantelar una importante estructura criminal, pero a juzgar por las cifras, la capacidad de respuesta judicial es reducida frente al volumen de delitos.


Según un reportaje de 2014 publicado por El País, de Cali: “La legislación nacional impone castigos de entre cuatro y nueve años de cárcel y multas hasta de diez mil salarios mínimos mensuales vigentes para quienes incurran en el crimen de tráfico de especies. Pero la efectividad de las normas queda en entredicho cuando, según el estudio ‘Comercio de Fauna Silvestre en Colombia’, solo el 18,79 % de las investigaciones terminan en sanción”.


“Los traficantes inician su modus operandi con los llamados ‘mayoristas’, quienes pagan muy poco a personas de las comunidades que presentan dificultades económicas y sustraen los animales ilegalmente. Estos animales son trasladados en condiciones precarias a ‘granjas’ mientras esperan un comprador. Cuando no son mayoristas, son empresas europeas o americanas interesadas en el envío ilegal. Las redes tienen diferentes orígenes, unas se encuentran en la costa norte y se aprovechan de reptiles y crustáceos; otras, en el departamento del Chocó, se benefician de anfibios, insectos y primates; en la Amazonia y los Llanos Orientales se extraen aves, primates, anfibios, reptiles, peces ornamentales y silvestres”: esta es una parte del análisis que hace la Dirección de Protección de Servicios Especiales de la Policía Nacional.


En ese mismo informe también se aclara que desde Colombia “se exportan insectos, arácnidos y coleópteros hacia Indonesia y Malasia. Las aves se comercializan para el centro de Europa, con algunos reptiles. Los primates, especialmente los más pequeños, van hacia todas partes del mundo. En el aspecto comercial, por ejemplo, un ave que solo se reproduce en los Farallones de Cali puede tener un costo en el mercado internacional de hasta 230 millones de pesos. Un mico tití es vendido por cien mil pesos en el inicio de la cadena y puede terminar su ciclo en Europa a un costo equivalente a diez o veinte millones de pesos”.


El armadillo es otro animal que está amenazado, principalmente por su caza para la obtención de la carne en la zona andina. También se realiza el comercio del espécimen vivo como modelo de experimentación para curar la lepra en humanos y para tenencia como mascota.


Carlos Andrés Suárez, biólogo y contratista de la Corporación Autónoma Regional de Cundinamarca en la Dirección de Evaluación, Seguimiento y Control Ambiental, cuenta que uno de los puntos de venta más importantes de los ciento cuatro municipios de su jurisdicción son las plazas de mercado, donde se venden, más que otros animales, loros y guacamayas que llegan enjaulados. El municipio más crítico, dice, es Girardot.


—En 2016 recuperamos cerca de 121 reptiles, principalmente tortugas. 109 aves y 57 mamíferos. Hubo un caso curioso: dentro de los decomisos hubo uno en un restaurante donde se incautaron cerca de 52 individuos de fauna silvestre, cuatro de ellos eran anfibios exóticos, una especie amenazada, comúnmente conocida como ajolote. Era solo para exhibición. Ellos hacían “pedidos por catálogo” y en este restaurante se hacía el acopio, hasta tener una especie de pequeño zoológico en sus instalaciones. Eso fue en el municipio de Fusagasugá. Aunque el establecimiento sigue abierto, en este momento hay un proceso sancionatorio contra el responsable. Se hizo un decomiso preventivo y todos los animales fueron removidos del lugar.



* * *


Entre el 2005 y el 2009 se decomisaron en Colombia un total de 211.572 animales vivos, dice otro informe: el de los avances de la Estrategia Nacional para la Prevención y Control del Tráfico Ilegal de Especies Silvestres, impulsada y amalgamada por el Ministerio del Ambiente. De esos decomisos, el 60 % ocurrieron en la región caribe y el Eje cafetero, lo que no quiere decir que en esas zonas, necesariamente, haya un mayor tráfico, sino una mayor capacidad de decomiso y control por parte de las autoridades regionales.


O sea: aquello que está oculto, que no se ve, que no se captura, pudiera ser igual o peor. Además, esa información con la que cuenta Minambiente no ofrece detalles respecto al tráfico internacional, debido a que esas detenciones ocurren principalmente en puertos aéreos, marítimos o terrestres internacionales o de frontera, donde menos del 18 % de las autoridades ambientales ejercen algún tipo de jurisdicción.


—El comercio ilegal es solo una de las amenazas que sufren muchas especies de fauna silvestre. Existe también un comercio que no necesariamente es ilegal, pero tampoco es sustentable. Eso afecta a los reptiles, los anfibios y algunos grupos de plantas que son muy antiguas. Hace mucho tiempo, ahora ya no se da tanto, también afectaba a las aves —afirma Hernando García, el subdirector de investigaciones del Instituto Humboldt.


En efecto, según la organización ambiental World Wildlife Fund (WWF), el tráfico de especies es la segunda causa de pérdida de biodiversidad en el mundo, porque primero está la destrucción de hábitat.


Una de las preguntas del millón es o pudiera ser: “¿Y eso en qué conmueve, perturba o impresiona a un citadino común, a un ciudadano feliz de su urbe, tapizada de avenidas y edificios, donde pasea a su perro con la bolsita en la mano, donde su vida cotidiana depende de otros factores, mucho menos naturales? A usted, que, por ejemplo, compró esta revista en un supermercado o una librería y la puede leer en la comodidad de su casa o apartamento, tomándose una deliciosa copita de vino tinto.


Para responder, junto a García está María Piedad Baptiste, una de las investigadoras del Instituto Humboldt, quien pertenece al programa de Ciencias de Biodiversidad. Ella se encarga de la evaluación de riesgo y vida silvestre. Trabaja, específicamente, en temas relacionados con las especies amenazadas y aquellas vulnerables al comercio y las especies exóticas invasoras.


—Dependemos, fundamentalmente, de la biodiversidad, que es el soporte de todo el bienestar humano. Por ejemplo, el agua de Bogotá viene de unos ecosistemas altamente conservados en el páramo de Chingaza; es decir, los páramos del país representan menos del 4 % del territorio continental, pero abastecen de agua a más del 70 % de la población. Quien está en Bogotá depende de esos ecosistemas.


—¿Qué más?


—Bueno, la mayor parte de los alimentos depende de la polinización: no tendrías granadilla, café ni otros alimentos básicos si no existieran los polinizadores, que son las aves y las abejas. Además, en la medida en la que vamos perdiendo bosques a nivel global, incrementamos el contenido de CO2 en la atmósfera y aumenta el efecto invernadero, eso tiene consecuencias de impacto global y es conectable con nuestro bienestar —apunta García.


—Pero siempre, en la historia de la humanidad, incluso millones de años antes, ha habido especies amenazadas y especies que mutan o desaparecen. Y la Tierra sigue ahí —sostengo, en un amague por obtener nuevos ejemplos.


—Sí, siempre ha habido especies amenazadas porque aparecer y desaparecer es un comportamiento natural en su historia evolutiva, pero en este momento la extinción probable de muchas especies se debe a factores que tienen que ver directamente con los humanos —dice García.


Y luego completa María Piedad Baptiste:


—Nosotros estamos dinamizando más rápido esos procesos, somos responsables, y lo peor es que vamos a sufrir consecuencias directas. Por ejemplo, entre los anfibios hay especies que se usan para obtener medicinas. ¿Qué va a pasar si algunas desaparecen?


—Otro ejemplo, los corales son los sistemas ecológicos más importantes para la sostenibilidad de las cadenas de pesca a nivel global. Si llegan a desaparecer los corales, eso tendrá consecuencias sobre nuestra seguridad alimentaria —agrega García, antes de hacer una pausa y recordar que también hay otras razones, como la productividad de interés pesquero, que puede generar cambios importantes en el ecosistema.


—En este momento hay regiones del río Magdalena donde viven más especies introducidas que nativas, según datos del investigador Franciso de Paula Gutiérrez, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano —apunta Baptiste. Y recuerda algo que muchos no saben: la tilapia no es de Colombia—. La norma establece que debe haber un manejo adecuado, minimizando el riesgo de que cierta especie entre en ecosistemas naturales, pero si esa introducción no se da con el manejo adecuado, puede ser muy peligroso.


—Hay de todo —sigue García—. ¿Qué está pasando, por ejemplo, con la pérdida de abejas en Estados Unidos, donde hay una merma importante de polinizadores y, por lo tanto, un colapso en la producción de alimentos?


—Abejas que se pierden por el uso de pesticidas o por la alteración o unificación del hábitat —dice Baptiste.


—Esas abejas perdieron una gran cantidad de fuentes de alimentación que tenían relación directa con la producción de sus propios antibióticos, se hicieron más vulnerables en su respuesta inmunológica frente a las infecciones. Hoy se enferman y mueren más fácilmente. Y eso produce una reacción en cadena: ahora tienen que invertir una gran cantidad de dinero en la contratación de personas para hacer polinización artificial.


—Eso sin contar que existen relaciones directas. Por ejemplo, yo soy la abeja X o el ave Z y solamente como de la planta A. Si desaparece esa planta A, imagínate... ¿Qué va a pasar? —cierra Baptiste.


El biólogo del zoológico de Cali, Carlos Andrés Galvis, explica el riesgo que genera la extracción de fauna silvestre y su introducción en otro ecosistema, algo que puede poner no solo a esa especie, sino a otras, en peligro de extinción.


—La introducción de especies disminuye poblaciones y pone en riesgo otros hábitats. Cuando un animal es sacado de su medio natural, muchas veces es vendido en zonas o países que no hacen parte de su ecosistema y se dan liberaciones, incluso involuntarias o accidentales. O puede ocurrir que una familia, sin saber, se aburre porque considera que esa mascota exótica ya no es tan divertida, como una tortuga, que puede perder la gracia para el dueño. O resulta que a veces ven un documental o tienen un cargo de conciencia y dicen: “Pobre animalito, es mejor que esté libre”. Y lo liberan en cualquier parte. ¿Qué pasa? Que si esa especie llega a un nuevo ecosistema, se reproduce, se establece, termina siendo depredadora natural y no hay depredadores para ellas, es capaz de acabar con otras especies de animales o plantas. Las consecuencias son múltiples.



* * *


¿Por qué existen especies amenazadas y otras que no lo están, si comparten ecosistema y viven en el mismo espacio geográfico?


Porque cada cual tiene características propias, como su forma y tiempos para aparearse y reproducirse. Y no todas padecen los mismos riesgos: son distintas las amenazas. Hay unas relacionadas con el comercio y la sobreexplotación; es decir, un mal aprovechamiento de los recursos por parte de los humanos, que supera los umbrales de la especie animal de responder y recuperarse.


En Colombia también hay una amenaza fuerte relacionada con la pérdida de hábitat, esto quiere decir que la especie no se está sobreexplotando, pero su hábitat, que es su casa, está desapareciendo por la deforestación. Y a eso se puede sumar un factor que se conecta con los dos anteriores, dice García, el cambio climático:


—Mira lo que pasó este año que tuvimos en Colombia y fue especialmente seco. ¿Cuáles fueron las áreas más vulnerables? Aquellas que habían tenido mayor nivel de transformación del ecosistema natural. Todo está relacionado.


—Hay un ejemplo de ejercicios de especies que han sido amenazadas por el comercio y el tráfico ilegal, y que ahora se está viendo la oportunidad de un uso sustentable por parte de las propias comunidades locales, gracias a las políticas de prevención —cuenta Baptiste, la investigadora del Humboldt. Se refiere al caso específico de un reptil que se utiliza para pieles: el Crocodrylus acutus, o caimán aguja. También lo llaman caimán del Magdalena.


En el Distrito de Manejo Integrado Bahía de Cispatá, una localidad del norte de Colombia, esta especie estaba críticamente amenazada, según las categorías o estándares globales de la Unidad Internacional para el Cuidado de la Naturaleza (UICN).


En este caso, existía un tráfico de pieles que involucraba a pobladores locales, hace unos quince o veinte años. Para Colombia hay ciertos volúmenes de exportaciones, pero en contra de la ley, fuera de las convenciones, códigos o reglamentaciones establecidas, ciertos grupos sacaban más pieles. O recolectaban huevos para después criarlos y obtener sus beneficios. Ese problema fue la base para un proyecto que ahora dio buenos resultados: la autoridad ambiental regional (CVS) y expertos como Giovanni Ulloa, con el apoyo del Instituto Humboldt, crearon una veda sobre la caza del caimán y comenzaron a incorporar decisiones de conservación y manejo que afectaron los modos de vida de las comunidades locales, pero con cambios positivos.


—La población respondió. Ahora, gracias a la aprobación de los países que hacen parte de Cites, se podrán extraer huevos, criarlos y luego exportar pieles de una forma sustentable, con las estrategias y la información adecuada para no dañar la especie —dice Baptiste.


—Las decisiones deben partir de buena información para que sean socialmente correctas, como lo que pasó con ese caimán aguja. Había un soporte de que la especie se encontraba amenazada porque las comunidades tenían una dependencia altísima de ella, estaban haciendo un mal aprovechamiento y, efectivamente, hubo un declive en su existencia —refuerza García.


—¿Cómo se educó a esta población, acostumbrada a cazar sus caimanes, para que dejaran de hacerlo por más de diez años, mientras se adecuaban las condiciones? —pregunta Baptiste, y ella misma se responde—: Se monitorearon las poblaciones de estos caimanes, se establecieron programas de conservación y ecoturismo en las comunidades, y ellos mismos se volvieron conservacionistas, se generaron plataformas artificiales para que las hembras pusieran sus huevos, se incubaran y luego se reintrodujeran y se recuperara la especie. Ahí está. Se pudo hacer. Ese es el reto.


Así que la apuesta parece estar en la información sustentada, la colaboración interinstitucional y la educación de las comunidades que son aprovechadas por las redes criminales para extraer a los animales silvestres: que la gente que no es ambientalista entienda la importancia de la biodiversidad para que las acciones no tengan que ser punitivas.


—¿Qué mueve al mercado? Tus deseos. Los principales factores de transformación que están generando consecuencias directas sobre la biodiversidad y que, más tarde o más temprano, tendrán consecuencia en nuestro bienestar, están determinados por lo que pedimos. ¿Por qué hay ganadería? Porque pedimos carne. ¿Por qué hay minería? Porque pedimos oro. ¿Por qué hay tráfico de especies? Porque pedimos mascotas, entre otras razones —reflexiona García—. Es muy fácil transferir la culpa a las entidades y las multinacionales, pero la base son nuestros deseos —repite. Y se queda pensando, hace un silencio breve para terminar con la frase que se adapta a todas las transformaciones políticas de nosotros, los seres humanos, esa extraña raza animal con los pulgares oponibles y el encéfalo altamente desarrollado—: si queremos un cambio, empecemos a cambiar nosotros.



* * *


Este reportaje fue publicado originalmente en las versiones impresa y digital de la revista DonJuan, del grupo El Tiempo, en Colombia, en febrero de 2017.

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