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Verdad

Conozco y bien la sensación de querer hacer algo y no poder. Hoy la he vuelto a experimentar. Desde esta mañana, cuando desperté abrazado a mi persona favorita, esa pequeña mujer extraordinaria, mi niña amada, que sabe mirarme con fiereza y dulzura, que me desmonta con un gesto y me descubre en la hondura de sus pensamientos, tengo ganas de llamarte y no hay cómo.


Esta misma mañana me preguntaba si recordamos lo que nos ha importado en su momento o más bien aquello que entonces quisimos que nos importara en un futuro.


Pensaba también en que si solo lo que perdemos puede llegar a ser eterno, nada más lo que escogemos recordar puede ser cierto. Y yo te recuerdo mucho.


Por eso me preguntaba: la alegría y la melancolía, o la tristeza profunda, ¿son una elección o un huracán que nos arrastra sin remedio?


Tuve años —y los sigo contando— preparándome para lo irreversible, ese único rostro de la verdad: lo exacto, lo irrefutable. Lo aprendí cuando descubrí la violencia en las aceras de nuestras cuadras, durante mi infancia y mi adolescencia. Una que contenía también a la familia y sus ritos de festejo y tragicomedia. Traté de ser consciente, de no verme sorprendido. Y creo que lo logré, a medias. Pero una cosa es el hecho y otra sus consecuencias; lo que viene detrás. Podremos estar bien un día o dos, al principio, y recomponernos cada tanto, distraernos semanalmente, sobre todo en las noches, en medio del ruido y las ocupaciones y las manifestaciones de amor y rabia, pero ese hueco y el sabor de lo imposible son realidades pesadas que aún no aprendo a sobrellevar.


Esta es otra verdad, o al menos un rasgo sincero, que es lo que más se le parece cuando hablamos de ser humanos.


¿Sabes qué es duro? Tener que masajearme las sienes para no llorar en público porque algo que no soporto, incluso más que el dominio de las frivolidades, son las demostraciones de debilidad.


Creo en formas alternativas de comunicación, solo las que parten de mí y terminan en mí, en el diálogo sordo de mi cerebro, con sus luces atrofiadas. En un vaivén de pensamientos que me permiten no escucharte, salvo en uno que otro sueño, sino ver que mi fortuna o buena estrella estará ligada a ti de ahora en adelante. Porque así lo quiero entender. Pero duele mucho. Veinte años no lo sé, pero tres sí puedo jurar, así me quemen de madrugada, que no son nada. Si acaso un soplo de mal gusto con sus momentos dulces.


Anoche dormí en el apartamento de esa familia postiza que te atribuyo desde que te fuiste, aunque ya me habían "adoptado" desde un poco antes, a fuerza de cariños, risas y cubalibres. Ese es el tipo de comunicación alternativa a la cual me refiero: creo que estuve ahí porque tú querías que estuviera ahí.


Anoche dormí con tu nieta, la que no tuviste la fortuna de conocer, y ella rio y me besó y me abrazó y me contuvo y me hizo olvidar, por momentos, que el sentido tiene direcciones. Su nueva abuela, un lujazo de mujer, no estaba. Tiene a su mamá enferma en otra ciudad. Por eso me acuerdo de ti y pienso en ella: en cómo me gustaría estar a su lado, ayudándola con las menudencias del dolor ante lo irreversible, nada más para comprarle un jugo, para acompañarla en silencio, para hablar del nexo maravilloso que nos inventamos sin darnos cuenta.


Para decirle, aunque ella lo sepa, que las verdades son como el crecimiento: van a venir cargadas de instantes de asombro y agrado, pero van a doler después de instalarse en nosotros.


Por ejemplo, hoy puedo hablarte y escribirte, y a pesar de que soy bien capaz de responder por ti y hasta imaginar tu rostro, ver una fotografía y reafirmar que eras una mujer sin complejos con una noción clara del placer y un corazón bendito y sin maquillajes, no puedo oír tu voz. No puedo tocar tu carita de surcos mínimos, ni tu cabello fino, ver tus párpados cansados y agradecidos, delinear tu mentón fuerte, dejarme cuidar y acariciar, cargarte, hacerte reír, probar la sazón de tus sopas y de ese arroz con pollo sencillo y suculento, fenómeno típico de la gastronomía maternal, capaz de convertir una lata de atún en un milagro.


Repaso un sinfín de momentos felices y me satisface saber que fallamos como campeones, sobre todo yo, sobre todo tú, pero al mismo tiempo nos dimos un amor tan grande que la gente volteaba a verlo y lo comentaba con sorpresa y regocijo. A nosotros nos extrañaba un poco, y a veces hacíamos guiños, porque era algo natural, que nos salía igual que como nos salían los juegos y las celebraciones, los momentos de contemplación, los brindis alrededor de una mesa, últimamente los almuerzos regados en la calle, tus quejas, mis despistes, la torpeza de no saber medir que la fe, la fuerza del deseo, y también la razón, requieren ceder. Siempre.


¿Quieren una verdad? Ahí la tienen. Tienen dos: el amor y la muerte, con sus derivados. De eso hablamos cuando hablamos de abrazar y soltar, incluso de forma metafórica.


Unas amigas editoras, desde el extranjero, me invitan a que escriba sobre el gobierno de mi país para hablar de verdades. Yo les digo que no me pidan que invoque un hipotético futuro común, un ideal de democracia que incluya a los travestis y las ballenas, del sistema de leyes con sus injustas aplicaciones o del altermundismo sin fronteras con sus raíces idiomáticas, no para hablar de cosas determinantes en mi vida. Creo en los encierros y en las historias íntimas por encima de los mapamundis. En ese sentido soy como un compositor promedio, un poeta de cabaret.


Para cerrar, sobre mi madre, a quien amé y hoy cumple tres años de muerta —más un día, como si hiciera diferencia—, y a quien le dedico este texto como tantísimos otros, les comento que repetiré lo que una vez escribiera Chuck Palahniuk en una de sus crónicas al referirse a su padre muerto: no creo en fantasmas. Tampoco en eso que llaman materias, ni en las distintas representaciones de las sesiones espirituales o espiritistas, ni en las malas repeticiones de esta vida en mundos desconocidos. Pero cada vez con más frecuencia empiezo a confiar en esta otra forma de comunicación alternativa: ese tú a tú frente al espejo de mis recuerdos que nos convocan, mami.


¿Quieren una verdad? Ahí la tienen.


Tienen dos.




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