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La Luz

Por Dester Linares


Una mujer contempla el atardecer. Está sentada al pie de un amplio ventanal. Hay silencio en la sala. Inclina su cabeza hasta pegarla del vidrio: todo se ve rojo, la ciudad está vacía. El reloj marca las cinco de la tarde. Se escuchan pasos por las escaleras, alguien se acerca despacio.


—¿Cuántos días nos quedan? —pregunta la mujer.

—Cuarenta, más o menos. Si nos mantenemos tranquilos puede durar un poco más.


El hombre se sienta a su lado. Ella lo mira.


—Ya no soporto el silencio, Juan.

—Hay que tener paciencia.

—Han pasado doscientos sesenta días…

—Lo vamos a lograr —replica el hombre.


Cae la noche. Muy a lo lejos titila una luz. El hombre despierta.


—¿Que viste? —dice la mujer medio dormida.

—Hay una luz, no está tan lejos.

—Hazle seña.

—No.


Silencio.


—Iré a dar una vuelta, si no regreso en treinta minutos haz una señal de luz desde aquí.


El hombre baja las escaleras, se pone su traje y un casco. Va al garaje, tiene unos paneles solares que cargan el carro. Lo desenchufa, se monta y se va por las calles en dirección a la luz. Maneja con los focos apagados en medio de un desierto.


Cuando se está acercando al lugar, siente un primer impacto de bala. Voltea. Se asusta. Nota que le están disparando desde un edificio. El hombre se agita y empieza a girar para devolverse. Detrás se encienden unas luces y cuando está por dar la vuelta, se topa con cuatro motos de frente. Lo rodean, todos llevan máscaras y trajes negros. Enseguida lo apuntan. El hombre pone las manos arriba.


—Bájate —dice un motorizado—. Dame tu traje.

—Te lo doy, pero no me mates, solo dame tu máscara y déjame ir tranquilo —responde el hombre.

Cuando escuchan la voz, todos bajan las armas. El hombre mira a su alrededor, extrañado.

—El carro también se queda —dice uno de los motorizados.

—Te puedo traer más provisiones si me dejas ir —insiste el hombre—. Te dejo mi traje, vuelvo mañana.

—Tú dejas eso aquí —replica el motorizado señalando el carro y el traje—. Tírate al piso.


Lo revisan.


El hombre ve la hora. Un motorizado lo despoja del traje y se lo pone.


—Se siente increíble —dice alzando los brazos.


El hombre empieza a toser.


El motorizado le tira el traje negro. El hombre se lo pone tan rápido como puede. Sigue tosiendo, cada vez más fuerte.


La mujer que está esperando al hombre mira su reloj y enciende la luz.


El hombre se sube a una de las motos que ha quedado sin dueño, y acelera. Llega al portón de su casa. Entra y se arrastra por la escaleras. Logra subir hasta la sala donde está su mujer, y se echa al piso.


—¡Amor! —dice ella.

—Est… oy… bien —exclama el hombre con dificultad.

—Pensé que te había pasado algo malo y encendí la luz. Ya habían transcurrido los treinta minutos, y pensé…

—¡Tenemos que irnos de aquí ya! —dice el hombre.

—Imposible, ¿a dónde iríamos?


Tocan el portón.


El hombre baja en silencio y, por una mirilla, ve a alguien que lleva puesto su traje.


—Soy ingeniera bioquímico, te puedo ayudar a ti y a tu mujer. Las plantaciones que tienes, morirán, te faltan algunos componentes para crear un ecosistema cerrado. Vengo sola y tengo algunas semillas que te servirán.


—¿Como sé que puedo confiar en ti? —pregunta el hombre.

—Si nosotras te hubiésemos querido muerto, ya lo estarías.


El hombre se queda de pie. En silencio. Vuelve a mirar hacia el ventanal.



* * *

Dester Linares es venezolano, cortometrajista y editor de cine y video, vive en Ciudad de México.


Este relato forma parte de uno de los ejercicios de las sesiones intermedias del Gimnasio Narrativo, revisado y editado para esta revista virtual.

Octubre-diciembre 2019. Primera edición.


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Si ya sabes de qué se trata y quieres postularte para la próxima edición, escribe a gimnasionarrativo@gmail.com

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