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Tarántula

Por Emiliano León


La noticia me agarró desprevenido, no por lo trágica, sino por la persona que pedía ayuda desde Facebook. Mi maestra de cuarto grado de primaria, Rosa Manuela Tarantoni, solicitaba dinero “encarecidamente” a todos sus exalumnos del pasado debido a los “momentos difíciles”. Ingresé en su perfil y vi su foto más de treinta años después. Leí el mensaje dos veces, era una súplica pública por redes sociales. No lo podía creer.


Mi primer encuentro con Rosa Manuela ocurrió en el kínder, cuando un niño me invitó a trepar al árbol central del jardín de juegos en uno de los recreos. Al intentar ayudarme a subir con un jalón, el niño perdió el equilibrio, resbaló y cayó contra el asfalto. Rosa Manuela apareció de la nada y me gritó: “¡Oye, tú! ¿por qué lo tumbaste del árbol?”. El niño lloraba y yo no tenía palabras para explicarme. No las conocía. No lo había hecho yo, había sido un accidente. “Te me vienes castigado a la escalera. ¡Pero YA!”.


Guiado por sus empujones, lloré de injusticia por primera vez y lo hice durante todo el recreo. Al día siguiente llevé un carrito de juguete en mi bolsillo. Esperé a que el niño trepara al árbol, como hacía todos los días. Me acerqué y le pedí que me ayudara a subir. Al sentir su mano, lo halé adrede con toda mi fuerza. Lo vi chocar una vez más contra el asfalto y esperé la venida del tsunami Tarantoni.


Las venas de Rosa Manuela incendiaban mapas. Me apretó del brazo y me volvió a gritar. Me arrastró a la escalera por segundo día consecutivo, pero esta vez yo no derramaría una sola lágrima. Mientras me regañaba, arrodillada al nivel de mi cara, saqué el carrito de la profundidad de mi pequeño bolsillo y me puse a jugar. Lo paseaba entre ella y yo. También la veía fijo y en silencio. En aquella ocasión supe en realidad quién era Rosa Manuela Tarantoni. Y ella también supo quién era yo.


Más de treinta años después, su foto me habla de nuestro segundo encuentro: al llegar a cuarto grado, la entrada de Rosa Manuela al aula es como la resurrección de un fantasma, no la veo desde el kínder. No sé si me reconoce. Lleva el pelo amarillo oxigenado como las ruedas fosforescentes de mi patineta. Líneas de maquillaje verde subrayan sus ojos achinados. Desde mi mirada infantil parece que aguantara una rabieta y le hubieran salido raíces en los párpados. El tono de su voz se rompe de urgencia. Da órdenes como si se tratara de una amenaza: “Más les vale terminar la merienda a tiempo”. O como si se adjudicase el centro del deber: “Me tienen la tarea”. “Me llegan temprano”. “Me hacen silencio”.


Sería mi profesora un año entero.


En mi salón de cuarto grado éramos doce compañeros. Rosa Manuela dejaba muy claro cuáles eran sus favoritos, y entre ellos, por supuesto, no estaba yo. Lo hizo desde el comienzo del curso, mientras cantábamos el himno nacional formados en filas, cuando Fran sacó de su mochila un Nintendo Game Boy y el caos se instaló hasta que el himno se apagó en murmullos. Rosa Manuela, a quien entonces ya le decíamos la Tarántula a escondidas, sonrió y vomitó fuego. Nos envió a los cinco al paredón: Claudio, Fran, Sasha, Vicente y yo debíamos volver a cantar el himno nacional frente a todo el colegio. A capella.


Eso no me hizo sentir tan mal, pero jamás olvidaré la risa que tenía la Tarántula mientras Claudio, el gordito, lloraba de vergüenza tratando de seguir las estrofas sin equivocarse. Nuestra maestra parecía una secuaz de Skeletor. Lo disfrutaba, le comentaba algo a otra profesora.


Para mí, Rosa Manuela era todos los animales que no me gustaban, se carcajeaba como una hiena herida, se movía como un cocodrilo, abría los brazos como un buitre. Siempre que nos regañaba o nos castigaba, algo triunfaba en ella. Sin embargo, Fran le rompió su hechizo: en la melodía que precede al “Gloria al bravo pueblo”, mi mejor amigo quebró su cuerpo moviéndolo como Juana la Cubana para terminar con un salto de sapo en la mitad del coro.


El colegio retumbó. Las guacharacas saltaron. Rosa Manuela se aproximó con pasos de mamut a nuestra fila. Su euforia espantó las carcajadas. Hubo un silencio de cemento. O casi, porque una risa continuó. La mía. No podía parar. Me reía sin control. Intuía que Fran estaba a punto de estallar también. Y en efecto, mi risa nerviosa contagió a la de Claudio, a la de Fran, a la de Vicente. A la de todo el colegio. Ese día en el paredón sangró otra víctima. La Tarántula no lo olvidaría. Los tres días de suspensión fueron solo un señuelo. Yo lo sabía.


Como quien pasa frente a una reja en la que un dóberman con rabia te muestra los dientes, así pasaron mis días de cuarto grado frente a Rosa Manuela Tarantoni. Ella lograba que cada asignación semanal sonara como una sentencia a veinte años de prisión. Eso con un puercoespín en el trasero. Uno vivo.


Mediando el curso, recuerdo que dijo antes de terminar una de sus clases: “Me traen pulcra la tarea que les voy a pedir a cada uno”. Esa mañana renació en ella la sonrisa de hiena que le había visto en el patio. Con el legítimo disfrute de un orco mientras degolla a un hobbit, me dijo: “Y tú, Emilio, me vas a traer un resumen escrito de la Carta de Jamaica de Simón Bolivar”.


No me pregunté en ese entonces por qué a Vicky le pidieron recortar una bandera, a Sasha pintar el escudo nacional y a mí escribir sobre las inclinaciones independentistas de Simón Bolivar, pero no importaba porque yo contaba con el apoyo más grande, el de un hombre más sabio que Gandalf y Yoda juntos: mi papá, el del jeep con la colchoneta. Él tenía todas y cada una de las respuestas. Siempre las tiene.


Domingo en la noche: mi papá comienza a leer la Carta de Jamaica. Deja la cerveza en la mesa. Le baja el volumen a la música. “¿Y esto es para mañana, carajito?”. Yo asiento. Después de leer el documento entero, me mira con cariño y dice: “¿En verdad te mandaron a hacer esta vaina?”. Su novia del momento, Dileuza, una escultora brasileña hare krishna, suelta la idea: “¿Que tal si mejor hacemos un dibujo? Creo que puedes dibujar los eventos principales que cuenta la carta. ¿Eso es más creativo, no crees?”. Dileuza siempre tiene buenas ideas y se sienta a pintar conmigo todas las tardes. Nada puede salir mal. Marcadores, caras, colores, ojos, narices, mapas, banderas. ¡Listo! Tarea terminada a seis manos. Pieza digna de las paredes del salón junto a la oruga Odette, al lado del horno de arcilla.


Gracias, papá, gracias, Dileuza. “Vámonos a ver una película”.


Al día siguiente, el círculo se forma en medio del jardín, donde otros alumnos transitan y varias maestras cumplen con sus actividades. Vicky muestra su bandera coloreada a creyón. Sasha ha hecho el escudo nacional en acetato con las espigas en relieve (claro, su papá es arquitecto). Llega mi momento. Le entrego la Carta de Jamaica ilustrada a la Tarántula, sabiendo que si algo falla, solo habrá una conversación terapéutica con mi mamá y una nueva asignación, probablemente en arcilla.


Sus ojos sobre raíces verdes atenazan y punzan mi obra de arte. Bueno, mía, de Dileuza y de mi papá. Rosa Manuela respira, rasga las hojas entre un dibujo y otro. Las voltea al derecho y al revés.


Empiezo a asustarme. ¿Por qué no dice nada?


Ella me ve, sonríe. Vuelve a detallar mi trabajo entre sus manos. Desenreda su posición de indio para erguirse como una boa en el medio del círculo. Iza en alto mis dibujos y, con el vigor de un soldado británico, entona en alto: “¡ESTO ES UNA BASURA!”. Rompe mis dibujos como quien corta un bistec con un cuchillo. “UNA”, crujen las hojas, “TOTAL”, Claudio se rie. “Y COMPLETA”, las guacharacas se agitan. “¡BA-SU-RA!”.


Mi dibujo son trazos arrugados entre sus manos y las hormigas del patio.


Del silencio se escapan risas. Las miradas de los niños exprimen respuestas de mi parte. Las profesoras buscan mi culpa. Los ojos de la Tarántula rebotan como un tambor pirata sobre mi pecho y mi frente. El consejo de mi papá, los dibujos de Dileuza, la solución, nuestro ingenio pisado. Jose Gregorio trompetea una carcajada. Contagia a Fran. ¿Tú, Fran? Luego Vicente. Después vibra un nuevo silencio en el patio. Yo estoy sangrando en el paredón. Rosa Manuela muerde. Rosa Manuela pica. Rosa Manuela envenena. Rosa Manuela triunfa.


No ha envejecido tanto, pienso mientras me observa desde la pantalla de mi laptop. ¿Será porque desde hace más de treinta años usa la misma cantidad de maquillaje? No estoy seguro, pero su mirada parece ser la misma. Sí, es la misma persona, el mismo tambor pirata. La misma Tarántula. Leo abajo:


“Queridos Hijos y ex alumnos, Estoy en momentos muy difíciles debido a la situación del país. Necesito por amor a cristo ayuda, encarecidamente con lo que puedan, son tiempos muy duros y confío en ustedes, por favor los guardo siempre...”.


Recuerdo aquel carrito al fondo de mi bolsillo y pienso en que nunca leí la fulana Carta de Jamaica. Tal vez lo haga ahora después de cerrar la computadora.



* * *


Emiliano León es venezolano, documentalista y productor audiovisual. Ama el surf y vive en Tenerife, España.


Este relato forma parte de uno de los ejercicios de las sesiones finales del Gimnasio Narrativo, revisado y editado para esta revista virtual. Octubre-noviembre 2020. Tercera edición.


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