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Lucía

Actualizado: 27 nov 2020

Por Isabel Carlota Roby


Un ruido sordo llevó a los vecinos a asomarse a la ventana. Algunos se taparon la boca con las manos para ahogar el grito, otros se pusieron los zapatos y salieron corriendo a ayudar. Yo estaba frente a la ventana mucho antes, esperando ver a Lucia salir despedida desde el balcón con su hija. Las vi caer, como quien ve el rollo de una película en la que no tuvo ningún papel.


Si me preguntan qué recuerdo de la caída, les diría que la sonrisa angustiada en la cara de la hija de Lucia, y la forma en que levantó sus brazos al aire, entregándose a la gravedad. Durante los breves segundos que antecedieron al impacto, creo que aún creía que era un juego, que en realidad iba a volar o que su madre la atajaría justo antes de que su cuerpo chocara contra el asfalto. También recuerdo la sonrisa que se reflejó en mis labios por un breve instante, y luego, el temblor en mis piernas.


Las ambulancias no tardaron en llegar con sus sirenas, ambos cuerpos fueron rodeados por un círculo de incrédulos que sollozaban o negaban con la cabeza. Permanecieron inmóviles por horas, entre naranjas y restos de tierra. Había una especie de desintegración entre los que estaban abajo, y yo, que los veía desde mi ventana. Pudo haber sido una pintura hermosa, sus rostros parecían intactos, habían caído de espaldas con los brazos abiertos, y eso me hizo pensar en todas las veces que Lucía cayó así sobre la cama, abriendo sus brazos sobre las sábanas limpias, con su sonrisa y sus ganas, y la levedad de su cuerpo delgado. Me pregunto si habrán caído con los ojos cerrados o si la muerte las habrá sorprendido con los ojos abiertos, mirando a los pájaros.


Cuatro años antes conocí a Lucía en el vivero de plantas de la esquina, las dos queríamos la misma planta que colgaba del techo y esperábamos al auxiliar con la escalera para que la bajara y pudiéramos negociar quién se la iba a llevar. Usaba una falda corta y un top azul, y se abrazaba a sí misma con los brazos cruzados y las manos agarrando su espalda. Al verla pensé que tenía frío, años después entendí que se agarraba a los fragmentos de su cuerpo que de otra manera se habrían desparramado en el medio del suelo.


En ese entonces yo andaba de iluminada haciendo yoga y meditación, trabajando en mis traumas y barriendo con lo que mi terapeuta llamaba “mecanismos de defensa”. Así que en la espera me replanteé la fútil discusión de pelear por una planta, y resolví comprar otra. Al final, las dos salimos del lugar juntas y con dos plantas distintas a la que habíamos planeado comprar. Resultó que Lucía era intrínsicamente generosa, tremendamente amable y vivía en una constante dinámica de vergüenza que habría dado para muchos volúmenes de psicología. Nos hicimos amigas, la introduje al yoga, a la meditación, y le recomendé ir a terapia.


Lucía vivía con su hija en una buena zona de New York, como yo, en un apartamento estudio con balcón. Una noche regresó tarde del trabajo y, al llegar a su edificio, trató de tomar el ascensor, pero nunca llegó. Así que decidió subir los diez pisos por las escaleras. Había una ventana en cada uno de los descansos, pero no había luz. Entre el quinto y sexto piso, alguien la haló por su abrigo, y Lucía vio el destello de la hoja de un cuchillo. Sabía que si perdía el control y gritaba, iba a morir; también sabía que iba a grabarse los ojos detrás del pasamontañas por el resto de su vida.


Lucía escapó con vida, pero no sin heridas, luego de correr cuatro pisos arriba. Me lo contó casualmente, restándole importancia, y evitando detalles, mientras alimentaba a su hija en la cocina.


—Me recuperé —dijo evadiendo mi mirada.


Pronunciaba las palabras despacio, arrastrando la última sílaba, y apretaba a su hija con fuerza, como si se aferrara a su rol de madre para no tener que pensar en sus otras opciones. Una vez que cambiábamos de tema, su cuerpo parecía relajarse, volvía a sonreír con soltura y ponía a la niña en su silla.


Tenía periodos de tristeza extensa que se traducían en omisiones intencionales contra su hija. Varias veces llegué de visita y encontré a la niña llorando, sucia y sin comida. La mayoría de las veces, Lucía no sabía por cuántos días había estado sin comer. La chiquilla me apretaba los dedos y me miraba con terror, su rostro se veía aún más pequeño e indefenso. A estos periodos les seguían lapsos prolongados de culpa y castigo.


Hace unos días me entregó la planta que compró el día que nos conocimos.


–Cuídala —me dijo.


Se había pintado las uñas de rojo y ahora las clavaba en mi piel mientras me abrazaba. Murmuró en mi oído que ella y su hija se irían de viaje. Yo no dije nada, solo la abracé de vuelta y le entregué una bolsa de naranjas para el camino. Pero ahora vienen la tristeza y la revelación, siempre llegan después de que se ha dado una respuesta. Era bueno saber sin realmente saber, creer que a la euforia siempre le seguiría el miedo, y nada más. Ya sé lo que noté la primera vez que la vi agarrada a sí misma, ¿cuántas otras flores pisaré pretendiendo no haberlas visto?



* * *


Isabel C. Roby es venezolana, abogada, poeta, narradora, vive en Washington y ama la astrología casi tanto como a los gatos.


Este relato forma parte de uno de los ejercicios de las sesiones intermedias del Gimnasio Narrativo, revisado y editado para esta revista virtual.


Abril-junio 2020. Segunda edición.


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